domingo, 24 de mayo de 2009

Cultura

El Prado salda su deuda con Sorolla al exhibir la mayor antología de su obra
Por J. Frisuelos
Madrid.- Es difícil cumplir deseos después de morir, pero Joaquín Sorolla (1863-1923) acaba de hacerlo con la exhibición en el Prado de los 14 paneles que pintó en sus últimos años de vida para la Hispanic Society of America. El intento de exponerlos en la pinacoteca antes de que volaran a Nueva York en los años 20 se frustró porque el Prado no pudo asumir las condiciones económicas impuestas por la Hispanic Society.
Y Sorolla, aquejado de una hemiplejia, murió sin hacer realidad su anhelo. "Se salda así una deuda histórica", interpretó José Luis Díez, comisario junto a Javier Barón de la muestra Joaquín Sorolla, que abre sus puertas mañana, lunes, en las salas temporales del Prado.
Los paneles que recogen las costumbres regionales del país y han itinerado por Sevilla, Málaga, Bilbao, Barcelona y, ahora, Madrid son la guinda de una exposición formada por 102 obras maestras, siendo la más completa hasta la fecha en torno al maestro valenciano, no sólo en piezas, sino también en referencias (Blasco Ibáñez o la generación del 98 forman parte del relato).
Aunque el mejor mordisco de la tarta son los cuadros que no se exponen desde tiempos del artista, como Al baño que se conocía por reproducciones o Sol de la tarde, que no volvía a España desde 1909 y ha sido objeto de una minuciosa restauración, junto a una veintena de telas, en los talleres de la pinacoteca.
El Prado ha removido mar y tierra para obtener las cesiones de telas de gran formato sin las que esta antología no sería tal. Gracias a ello, el espectador puede contemplar obras traídas de Venecia (Cosiendo la vela, 1896), del Museo de Orsay (La vuelta de la pesca, 1894) y del Metropolitan Museum of Art (Clotilde con traje negro, 1906). "Veo a Sorolla como un gran artista del siglo XX", dijo Miguel Zugaza, director del museo.
Joaquín Sorolla (1863-1923) no sólo sintetiza la extensa producción del artista pintó más de 4.000 cuadros sino que muestra su evolución y pone de manifiesto sus filias artísticas. Por ejemplo, la fascinación que sentía por la fotografía, patente en el estatismo de Verano (1904), y por la pintura de Velázquez. "No usó la fotografía miméticamente para reproducir la realidad, pero su modo de encuadrar es de gran modernidad", valoró Díez. Esto se explica por la estrecha relación con el medio (el fotógrafo Antonio García Peris era su suegro).
El rastro de Velázquez en la obra de Sorolla se hace patente en sus cuadros de corte familiar, con guiños a Las Meninas en el caso de Mis hijos (1904) o La familia de dos Rafael Erráruriz Urmeneta (1905) y a La Venus del espejo en su sugestivo Desnudo de mujer (1902). Pero la mayor fascinación surge ante las telas más grandes, donde el trabajo físico de Sorolla se traduce en la materialidad de su pintura, como un abrazo que arrastra. "Es un gran seductor que atrae al espectador", admitió Díez.
La esfera íntima del pintor se desvela en la leyenda que acompaña a los cuadros, que a veces remite a la correspondencia que mantuvo con su mujer. Conocemos así qué cuadros eran los predilectos del pintor, entre los que señala Comiendo en la barca (1898) y La bata rosa (1916), que definió como "obra más importante".
Los cuadros de Sorolla vuelven a ser como él los imaginó gracias a la recuperación de los marcos originales, cambiados a mitad del siglo XX en un arrebato de modernidad. De marcada inspiración clasicista, enlazan sus escenas con la herencia grecolatina.
La pintura del valenciano arrastra una técnica irrepetible, un manejo del pincel absolutamente magistral, se podría decir que inagotable. El secreto es no dejar de mirar nunca sus obras, detenerse en los propios ritmos que la pintura marca. Ritmos que terminan por acusar unas composiciones magistrales. Una pintura que hace de la luz pasta y que roza, por tanto, su propio empleo como tema central.
Inagotables relaciones cromáticas que mantienen el recuerdo de los impresionistas, sin perder nunca la referencia de los objetos sobre los que la luz incide y que termina por difuminar y, sobre todo, imbuir en una atmósfera vaporosa o de tierra en suspensión. Por ello, la obra de Sorolla acaba siendo mucho más que una luz costera tostada por la calma del atardecer, pues cada uno de sus cuadros esconde, atendiendo fundamentalmente a los detalles, un planificado desarrollo de la técnica pictórica. Así, sus cuadros, con todas las comillas posibles, son una especie de “pintura sin tema” planificada única y exclusivamente para los sentidos, un placer deliciosamente fácil.
Precisamente, todos esos alardes de mano envidiables, son los que ponen a Sorolla en un lugar preeminente dentro de la historia de la pintura española, pues, generalmente, los asuntos que trata parecen pertenecer a un no lugar de algún indeterminado instante de un siglo XIX que jamás hubo de suceder. Mirando al pasado, negando el futuro y sin un sitio comprometido en lo que por aquel entonces era el siglo XX, Sorolla pintó hasta sus últimos días. ¿Por encargo? Sí, pero de qué manera.
Con él, la “leyenda negra” de España, parece no serlo tanto, aunque no precisamente porque su paleta carezca de ocres. Sus imágenes de una burguesía aburrida, principal motor de algunos de sus más célebres retratos, mantienen casi siempre un sabor esperanzador, resultado de una factura fluida, brillante y, por qué no, untuosa. Aspecto éste que, recientemente, ha sido objeto de estudio, especialmente al comparar su pintura con la del inglés Sargent.
Por todo, recorrer en estos meses las salas del Prado, será como dejarse poseer por una intensa luz, donde la pintura, el color y el espesor compositivo, habrán de engendrar, seguramente, un estado contemplativo plácido, fruto, como siempre sucede con Sorolla, de una pintura que invade el alma clara.