domingo, 24 de enero de 2010

Gastronomía

De jarras, jarretes y jarreteras
Por C. Apicius
“Malaya, quien mal piense” es una buena y directa traducción del viejo lema, naturalmente en francés arcaico (honi soit qui mal y pense) de la muy británica Orden de la Jarretera, instituida a mediados del siglo XIV por Eduardo III al devolverle a la Duquesa de Salisbury, con quien estaba bailando en una fiesta de la Corte, una liga que se le había caído.
Es una Orden muy cerrada, con un corto y fijo número de integrantes... cualidad a la que se apuntarían muchísimos voluntarios si, para obtenerla, bastase con jurar fidelidad al jarrete de ternera, una pieza de verdadero arte mayor, que ha reaparecido con fuerza en la cocina actual, lleno de ese prodigio en horas lamentablemente bajas que es el tuétano, gloria a su vez de una de las mejores recetas inventadas en el universo mundo para el jarrete de ternera, el ossobuco alla milanese.
El jarrete, que también se conoce con los nombres de ‘morcillo’ o ‘zancarrón’, ha sido siempre un corte estimado; su melosidad lo hace muy indicado para el cocido o puchero, para ser estofado al vino tinto.
Usaremos un jarrete de ternera lechal de, más o menos, kilo y cuarto de peso para dos personas. Marínenlo de dos a tres horas y media en sal; después, lávenlo, séquenlo, átenlo y dórenlo en aceite bien caliente. Una vez dorado, cuézanlo en horno de vapor, preferiblemente en una bolsa de vacío, con un poco de mantequilla, hasta que quede tierno; llevará unas cinco horas. Abran la bolsa, recuperen los jugos, pónganlos a reducir y resérvenlos. Vuelvan a dorar el jarrete, métanlo en horno a 180º y vayan rociándolo con el jugo reducido hasta que su superficie quede bien lacada.
Pelen como media libra de cebollitas francesas (o chalotas) y cuézenlas en agua con sal y una punta de azúcar. Escúrranlas, dórenlas en sartén con mantequilla y comprueben el sazonamiento. Lleven a la mesa el jarrete entero, con las cebollitas como guarnición.
Es a esos jarretes gloriosos —llamarles ‘morcillo’ o ‘zancarrón’ es, de alguna manera, vulgarizarlos, hacerlos de menos— a los que uno juraría eterna fidelidad para poder lucir, ceñida en el jarrete propio, la codiciada banda de la muy noble Orden de la Jarretera... y que cada cual piense lo que quiera, siempre que piense bien.