domingo, 27 de diciembre de 2009

Firmas

¿Quiénes son peores, nuestros políticos o los ciudadanos?
Por Fernando Vallespín
Seguramente a nadie le ha sorprendido que entre los principales problemas de España que recogía el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) figurara, en tercer lugar, la "clase política, los partidos políticos". Se veía venir, después de tantos años de crispación, de los nuevos desvelamientos de casos de corrupción y de su falta de unidad ante la mayor crisis económica que hemos sufrido en décadas. Esta desafección no deja de llamar la atención, porque los políticos, lejos de tratarnos mal a los ciudadanos, se relacionan siempre con nosotros con extremado cuidado, como si fuésemos niños malcriados a los que no se les puede negar nada.
Como los padres de hoy con sus hijos, piensan que perderán el favor de sus gobernados si no están siempre pendientes de cada uno de los caprichos. Además, su gestión la presentan siempre en positivo, como si el más ligero reconocimiento de sus faltas fuera a provocar nuestra ira y, sobre todo, beneficiar al adversario. Algunos llaman a esta forma de proceder "gobernar con las encuestas", y es la actitud que ha suplantado al más tradicional "liderazgo".
No parece, sin embargo, que tanta desconsideración hacia los políticos obedezca a que los ciudadanos echen en falta más liderazgo; lo que ahora se añora es la unidad. Su reproche va más bien en la línea de que parecen preocuparse más por sus intereses partidistas que por el bienestar general. Y que esa persecución del interés propio, paradójicamente, ha acabado por objetivarles dentro de una "clase" o "casta" con atributos comunes a todos ellos. Lo primero sería el interés del partido, luego ya los intereses generales. Se da así la curiosa contradicción de que aquéllos que supuestamente están encargados de resolver los problemas de todos son vistos a su vez como un problema. El colmo.
Mal lo tenemos, porque la confianza, como bien sabemos por los sociólogos, es la sustancia que sirve para cohesionar las sociedades y para hacerlas más capaces de facilitar la convivencia y de encontrar soluciones a cualesquiera que sean las dificultades. Capital social se llama. Y se refiere tanto a la confianza entre las personas y grupos sociales como a la que se tiene hacia los gobernantes y las instituciones. En todo ello nos ubicamos siempre en la parte baja de la tabla de las democracias avanzadas. Si esto es así, no sólo tenemos un problema en la política, sino también en la propia sociedad. Uno de los rasgos de la cultura política española estriba, precisamente, en nuestra poca implicación en lo colectivo, en el escaso sentido comunitario, en el desinterés por todo cuanto huela a política. Pero, también, en nuestro tozudo sectarismo. ¿Cómo explicar si no que puedan salir reelegidos candidatos acusados de corrupción?
Lo fácil en las sociedades donde existe un exiguo arraigo de la responsabilidad individual es echarles siempre las culpas a los dirigentes cuando las cosas nos van mal. A nadie se le ocurre hacerse la reciente reflexión de Barack Obama, parafraseando un discurso de Kennedy, "no te preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país". Cuestión difícil, porque, para empezar, no todos entendemos lo mismo por "país"; para algunos es su propia Comunidad Autónoma, sea o no "nación", y para otros es España.
Pero no hace falta ir a la comunidad más amplia, nuestro poco aprecio por lo público se manifiesta también al nivel más local. Si las virtudes de la ciudadanía se miden por la predisposición hacia los intereses generales, nuestros privatizados conciudadanos -sólo atentos a la política cuando alguna decisión que viene de ésta puede afectar alguno de sus intereses privados-, no desmerecen de lo que ellos mismos opinan de sus políticos.
Es indudable que gran parte de las imputaciones que se dirigen hacia los políticos tienen un importante sustento en los hechos. Pero debemos considerar también las dificultades de gobernar una sociedad tan plural, corporativa y fragmentada como lo es la nuestra. Antes de proceder a descalificaciones generales convendría hacer un esfuerzo por discriminar entre unos y otros y por identificar con claridad cuáles son las causas de nuestro desapego y nuestra propia responsabilidad en este estado de cosas. Es difícil que haya políticos de baja calidad en una sociedad de ciudadanos exigentes. Exigentes no sólo para lo propio, claro, sino para la realización de aquellos valores en los que nos reconocemos todos, como la libertad, la seguridad la estabilidad. Sí, el famoso interés general, algo sobre lo que ya apenas se habla.

(F. Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid)