domingo, 26 de julio de 2009

Terrorismo y Delincuencia - Reportaje

ETA: Medio siglo matando
M. González
Toledo.- El nacimiento de ETA, hace 50 años, supuso una pesadilla amarga. Hoy, debilitada y aislada, sobrevive como un residuo sangriento en Europa y empeñada en atemorizar en nombre de un pueblo vasco que sólo existe en su imaginación
ETA ha cumplido cincuenta años, y durante su existencia alucinada y sin freno se ha llevado por delante la vida de casi novecientas personas, ha sumergido en el miedo la existencia de varios miles más, ha narcotizado la conciencia de otras decenas de millares de vascos y, como cierre provisional del balance, ha envenenado la convivencia en Euskadi y en España hasta extremos difíciles de concebir.
Medio siglo después, la criatura engendrada en ese mal sueño se encuentra debilitada, más exhausta y aislada que nunca. Sobrevive ajena al tiempo y al mundo circundantes, como una reliquia sangrienta en la Europa de otra época en la que la disposición a matar o morir por la patria o la revolución estuvo bastante extendida; obstinada en ser el último y paradójico residuo del franquismo en el que surgió.
Pero continúa dispuesta a seguir cumpliendo su determinación de aterrorizar, de perpetuarse causando dolor en nombre de un pueblo vasco que no existe más que en su imaginación, de una sociedad que mayoritariamente se muestra hastiada y aburrida de sus pretendidos liberadores. Y así hasta que alguien, desde su seno, tenga la sensatez de darle fin. De "cerrar la persiana", como propugna desde la cárcel, más interesada que piadosamente, el abogado Txema Matanzas Gorostiaga, otrora mantenedor de la moral y la obediencia debidas entre los reclusos de la organización terrorista.
Matanzas no había nacido cuando un pequeño grupo de estudiantes nacionalistas crearon a principios de los cincuenta EKIN (acometer) y, tras romper en 1958 con sus mayores del PNV, a quienes acusaban de asistir cruzados de brazos a la "destrucción de la patria vasca", constituyeron Euskadi ta Askatasuna (ETA, Euskadi y libertad). El momento exacto del nacimiento sigue en discusión. Se sabe que el nombre se decidió en diciembre de ese año y que se prefirió al de Aberria ta Askatasuna (patria y libertad) porque el buen gusto del futuro escritor y académico José Luis Álvarez Emparanza, Txillardegi, uno de los conjurados, no podía tolerar una denominación abreviada, ATA, que en euskera significa pato. Se conoce también, aunque con brumas, que la reunión constitutiva se celebró el 31 de julio del año siguiente, fecha nada casual por ser la festividad de san Ignacio de Loyola y el día elegido por Sabino Arana para fundar en 1895 el PNV.
Seguramente, los fundadores no podían imaginar que la organización creada para sacudir el viejo nacionalismo y salvar a una Euskadi mitificada de una opresión española que sólo el franquismo hacía verosímil derivaría, apenas dos décadas más tarde, en una "hidra sangrienta" capaz de amenazar la democracia y la libertad apenas recobradas.
Con esas dos palabras definió a ETA Dolores González Katarain, Yoyes, en 1985, un año antes de que el monstruo la asesinara en presencia de su hijo, porque no podía consentir que la vuelta a casa de esta dirigente refutara la predicada necesidad de seguir atados a la espiral de la muerte.
En una misma fecha, el 7 de junio de 1968, y en la misma secuencia, en el corazón de Guipúzcoa, ETA causó su primera víctima mortal, el guardia civil de tráfico José Pardines, y tuvo su primer mártir en la persona de su asesino, el joven Xabi Etxebarrieta.
Esa primavera saltó la chispa que activó una dinámica imparable de más muertos por ambas partes, detenciones y abusos policiales, juicio de Burgos, fusilamientos de 1975... Una cadena de conmociones que disolvió en el País Vasco la vigencia social del quinto mandamiento y dio a aquellos jóvenes aguerridos el aura de resistentes a un régimen igualmente violento.
La puesta en contacto de una fe absoluta en la capacidad resolutiva de la violencia con unas aspiraciones ultranacionalistas para Euskal Herria sostenidas por encima del principio de realidad y de la propia voluntad de los vascos convirtieron la organización en un mecanismo diabólico, desprovisto de interruptor capaz de desconectarlo, como ha señalado Kepa Aulestia.
Ni la amnistía de 1977 ni la democracia ni la consecución del autogobierno movieron a ETA a revisar su práctica y sus postulados; al contrario, nunca mató tanto como el año en que el País Vasco estrenó su Estatuto de Autonomía (98 asesinatos en 1980). Tampoco lo ha hecho con la entrada de España en la Unión Europea, que comenzó a recortar el crédito exterior arrastrado del franquismo y su hasta entonces confortable retaguardia en el sur de Francia, ni con la caída del muro de Berlín, que la despojó de su barniz socialista, o con la sacudida del 11-S, que ha estigmatizado en todo el mundo la etiqueta del terrorismo.
ETA se convirtió hacia 1976 en un fin en sí mismo, en un ente cerrado alrededor del cual se configuró una sociedad aparte: la cambiante constelación de organizaciones del llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV), que sigue y ampara al terror. Incluso cuando éste conduce a su expresión política -Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna. La disposición a cambiar de nombre denota su carácter supletorio.
A verse expulsada del paraíso de unas instituciones que en el pasado despreció porque podía disfrutarlas. A perder el dominio de las calles de Euskadi, amordazadas hasta anteayer por su imaginería y la intimidación de sus alevines de la kale borroka. A dejar de conmover al nacionalismo vasco institucional, siempre sensible al victimismo y las insidias de sus hijastros. A recibir, a la postre, la contundente bofetada de la última instancia a la que se había encomendado: la disolución de Batasuna era "una necesidad social imperiosa" por su vinculación a una organización terrorista, ha terminado sentenciando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Después de 50 años, 856 asesinatos, 200 víctimas propias, miles de heridos y de presos; después de una insondable contabilidad de dolor y miedo, ETA y su mundo han llegado a la soledad más extrema, a la ausencia total de expectativas. Lo ha hecho a base de desperdiciar ocasiones de poner un fin honorable a su nada gloriosa trayectoria.
Quizá, por no parecerse a sus émulos de ETA político-militar, que, tras adelantarse en explorar todos los resortes del terror, se disolvieron en 1981, sin más compensación que la salida de sus presos y el regreso de los refugiados. Pero, sin duda, por la inercia invencible de la lucha armada, que con ETA militar cobró naturaleza fundacional, convirtiéndose en el fin supremo.
Esta mutación explica el fracaso de todos los intentos negociados de darle una salida, porque "nunca ha encontrado el punto medio entre sus reivindicaciones y lo que podía ofrecer el Estado", apunta el abogado Txema Montero, que abandonó Herri Batasuna tras la matanza de Hipercor en 1987.
La paradoja a la que ha llegado ETA es que tiene voluntad y capacidad para seguir matando, pero ninguna esperanza en alcanzar sus metas o dar una utilidad política a su trayectoria criminal. El último tren para un fin dialogado lo perdió hace dos años con el atentado contra la T-4 de Barajas, al volar el proceso de paz abierto con el Gobierno de Rodríguez Zapatero, en el que éste hizo demasiadas más concesiones de las que eran oportunas a juicio de algunos expertos.
Como siempre, porque no se le concedió lo imposible, esa Euskal Herria autodeterminada según lo que ella ha determinado previamente; pero, en el fondo, por la inercia del mecanismo. Antes había dejado pasar el expreso de Argel (1988-1989) y el rápido de Lizarra (1998), donde la obcecación de ETA quedó en evidencia ante el espejo siempre buscado de Irlanda del Norte.
Sin embargo, el principio de su fin comenzó a escribirse a mediados de los noventa, cuando sus estrategas decidieron dar el salto de "socializar el sufrimiento" más allá de sus objetivos tradicionales -guardias civiles, policías y militares-, y comenzó a asesinar a dirigentes políticos, concejales, jueces, periodistas, y a amenazar, en general, a quien viera como un obstáculo para sus designios.
La crueldad inconcebible del secuestro del concejal Miguel Ángel Blanco, al igual que el atroz cautiverio de Ortega Lara y el trabajo esbirro de Herri Batasuna en las contramanifestaciones donde gritaba: "Aldaia, paga y calla", en respuesta a la reclamación de libertad para el empresario secuestrado, activó una intensa repulsa ciudadana, que dio alas a la respuesta judicial, impulsada por el juez Garzón, contra todas las organizaciones tuteladas por ETA.
Dar el salto a un terrorismo de limpieza ideológica que ponía en riesgo los propios cimientos de la democracia en el País Vasco fue, quizá, la consecuencia lógica de aquella deriva. Sin embargo, constituyó el mayor error estratégico de la organización, por cuanto obligó al Estado a poner en juego todos los instrumentos a su alcance, sin caer en el error criminal que en los ochenta significaron los GAL, que tanto alimentaron el victimismo de la banda.
La firmeza constante aplicada en todos los ámbitos de la lucha antiterrorista y la colaboración internacional han achicado al máximo el campo de maniobra de ETA y su mundo, y han conducido a que hasta los más irreductibles admitan la evidencia de que la derrota policial es más que posible. Lo indica la secuencia acelerada de sustitución de las cúpulas de sus aparatos, a causa de la presión policial, y las crecientes dificultades para llevar a la práctica las ofensivas diseñadas sobre el papel.
Pero, más que cualquier otra cosa, lo demuestra la hastiada indiferencia de la mayoría de la sociedad vasca a las propuestas, lamentos y penas de quienes todavía ven compatible política y pistolas, y la presencia protagonista de las víctimas. La visibilidad actual de éstas, cuando la conmoción causada por un asesinato se multiplica por su espaciamiento en el tiempo, representa un tardío resarcimiento por su ocultación pasada, cuando los terroristas mataban por decenas y sus biografías interesaban más que las de sus víctimas.
Sin embargo, casi nadie de los que conocen la teología de ETA, como el periodista Florencio Domínguez, confía en que alguien, desde dentro, tenga la suficiente clarividencia y capacidad para trabar los engranajes de la violencia, de la lucha armada convertida en único principio y razón de la criatura. Al igual que Txema Montero, Domínguez valora como más factible un acabamiento por implosión, en un tiempo impreciso, antes que un final "por reflexión", similar al que protagonizaron los polimilis o el IRA. Los ejemplos de ex jefes como Txelis (José Luis Álvarez Santacristina), Pakito (Francisco Arakama Mendia), ahora de Txema Matanzas, parecen indicar que únicamente cuando el activismo remansa en la cárcel se descubre la inviabilidad de la empresa criminal en la que estuvieron embarcados. La naturaleza amarga de la pesadilla que han mantenido y alimentado.
Uno de los líderes más duros del entorno político de ETA, Matanzas, encarcelado en Soto del Real (Madrid), acaba de apostar por que la banda terrorista cierre la persiana, tras calificar de "caótica" su situación. A su vez, el portavoz de la izquierda abertzale, Arnaldo Otegi, calificó de "catástrofe" la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que avaló la Ley de Partidos y la ilegalización de Batasuna, publicada hace menos de un mes, el 30 de junio.
Nunca se habían escuchado testimonios de este calibre de dos personajes tan relevantes del entorno político de ETA. Sus comentarios dan una idea de la situación angustiosa que vive ese mundo en los últimos meses. Y, más en concreto, desde que ETA rompió el proceso de final dialogado del terrorismo el 6 de junio de 2007.
Desde esa fecha se ha puesto en marcha acelerada el reloj de la fase terminal de ETA. Todos los planes que ETA y su entorno político habían diseñado tras la ruptura de la tregua se han venido abajo de forma estrepitosa. De modo que puede concluirse que esa ruptura ha sido su derrota estratégica, su Waterloo.
Después de la ruptura, en pocos meses casi todos los comandos que ETA activó fueron desarticulados. ETA ha matado a ocho personas en cinco años, pero no ha conseguido su objetivo de provocar la tensión política y social que logró al romper la tregua anterior, la de 1998-1999, poniendo sobre la mesa 50 muertos en cuatro años para, posteriormente, forzar otro proceso de diálogo. El viejo juego de ETA ha pasado a la historia.
Las fuerzas de seguridad del Estado, jóvenes y profesionales, que nada tienen que ver con el aparato policial que combatió a ETA en el franquismo, tenían para ese momento un profundo conocimiento del funcionamiento de la banda y no dejaron su investigación durante la tregua.
Tras el fracaso del frente militar de ETA, -agravado por la detención de cuatro jefes militares sucesivos- a su entorno político le quedaban algunas bazas por jugar. Pero también las ha malogrado. Pretendían recuperar el espacio perdido tras la ilegalización de todas sus marcas y su eliminación del Parlamento vasco, de las Cortes y de numerosos municipios con una sentencia favorable del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Y con ello, levantar la moral de su tropa, desanimada por la ilegalización, aislada internacionalmente, desmovilizada, en retroceso electoral y cada vez más distanciada de ETA y el terrorismo.
ETA, con su actividad terrorista, a la que no renuncia, según confirma su comunicado de junio, retrae a muchos independientes que nada quieren saber de un polo soberanista apadrinado por la banda y con la izquierda abertzale que no se desmarca de ella. Los últimos asesinatos de ETA (Ignacio Uría, en diciembre, y Eduardo Puelles, en junio) han sido decisivos para empantanar el polo soberanista.
El Gobierno tampoco le da tregua ni a ETA ni a su entorno. El ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha cerrado cualquier expectativa de nuevo proceso de diálogo con ETA. Su pretensión es provocar que la izquierda abertzale tenga que optar entre convencer a ETA de que deje las armas definitivamente o desmarcarse de la banda. Dirigentes socialistas conocedores de la izquierda abertzale, como el socialista Jesús Eguiguren, opinan que esa decisión tiene un plazo límite: las elecciones municipales de 2011. Para entonces, la izquierda abertzale tendrá que decidir. De lo contrario se arriesga a desaparecer porque no podrá soportar indefinidamente quedar fuera del juego político.