jueves, 5 de noviembre de 2009

Editorial

La vergüenza de las drogas

Que España encabece la lista de los países europeos por consumo de cocaína y cannabis no deja de resultar triste. Que estemos años luz por delante de Rumanía, Grecia o Polonia en ese triste vicio, da auténtica pena y mucha vergüenza. Que en el último rincón de España -¡Sí! ¡Aquí también!- circule la droga sin tapujos es una verdadera desgracia.
Es, como hemos manifestado en otras ocasiones, un fracaso de la sociedad en su conjunto, no sólo de los más jóvenes. Y es toda la sociedad la que debe reflexionar antes de que sea demasiado tarde.
Una vez más, como cada año por estas fechas, las estadísticas del Observatorio Europeo de las Drogas son tozudas. Los españoles, por la razón que sea (el análisis dice que por nuestros lazos con Latinoamérica) encabezamos los datos del vicio que corroe sobre todo los cimientos de nuestra juventud. ¿Y no será también por desidia de todos?
Pero lo cierto es que esas cifras hacen volver la mirada con toda la mala uva del mundo a unas autoridades políticas, policiales y judiciales que parecen mostrarse incapaces de atajar ese fenómeno, combatirlo adecuadamente y reducirlo a la nada o a su mínima expresión. Hay muchas veces la impresión de que, unos por otros, la casa está sin barrer en condiciones. ¿A dónde irán a parar los impuestos que pagamos?
Muchos ciudadanos tienen la sensación de que se hace demasiado la vista gorda a todos los niveles ante el fenómeno de las drogas y de que, en ese aspecto, también se produce un grave fracaso de la política educativa. Pero muchos de los que se rasgan las vestiduras, padres o educadores, son tan responsables como el que más de lo que sucede.
Que en un país un gobierno autonómico –en este caso el gallego- ande persiguiendo a unos padres para combatir la obesidad de un hijo, y en cambio no se organice operación tras operación, con toda la contundencia posible, para detener desde los grandes traficantes a los pequeños camellos que envenenan a la juventud, no deja de parecer un atentado a la inteligencia.
Porque la droga, todas y cada una de las sustancias estupefacientes con las que se comercia hasta en el último villorrio de España –y por supuesto muy cerca de nosotros-, no son otra cosa que un veneno para mantener embobados a muchos de nuestros jóvenes. Para evitar, como dicen algunos estudiosos del fenómeno, que reaccionen contra el fracaso evidente que supone el paro juvenil, los contratos basuras o el mileurismo.
Hace unas décadas, cuando la anestesia de la droga no campaba por sus fueros entre nosotros, las generaciones juveniles se echaban a la calle en buen número en demanda de una mayor justicia, de más libertad y de unos derechos plenos. Ahora, nuestros jóvenes parecen adormecidos por el consumismo, que incluye sin duda a la droga en uno de sus primeros puestos. El botellón es otro de sus aspectos, en tanto en cuanto supone un abuso premeditado de sustancias capaces de alienar al individuo.
No debería haber muchas dudas, salvo para aquellos interesados en que se perpetúe el fenómeno, de que la droga y todas las sustancias alienantes son altamente perjudiciales para la sociedad en su conjunto y para los individuos más jóvenes en particular. Quien niegue eso niega lo evidente. Como lo sería negar las repercusiones nocivas en la salud.
Si tenemos en cuenta que la juventud es la inversión de futuro de un país o de cualquier región o localidad, su protección contra ese penoso cáncer de la dependencia debería ser uno de los objetivos prioritarios para todos los estamentos. Pero sobre todo para quienes ostentan el gobierno o la conducción de las políticas de futuro.
La guerra contra el tráfico de estupefacientes debería revestir la misma intensidad que la que libramos como nación –o deberíamos librar- contra los terroristas asesinos. Porque si matan las bombas y las pistolas, no matan menos las drogas de todo tipo. Y cualquier relajación en esa lucha, debería merecer la misma reprobación que la que nos merece toda concesión o regalo a los terroristas.
Por eso, es responsabilidad de todos los ciudadanos señalar a los traficantes y a quienes no hacen nada para evitar que sigan envenenando a la sociedad. Al cabo vienen a ser lo mismo. Y en esta batalla cada uno debe ocupar su puesto. Y el que no quiera luchar contra esa vergüenza, que se marche a su casa.