viernes, 30 de octubre de 2009

Editorial

La Corrupción

Es sin lugar a dudas el cáncer que corroe los tejidos de nuestra democracia, el peor enemigo de la estabilidad de nuestro sistema y sobre todo el elemento que está alejando a los ciudadanos del modelo político por el que los españoles lucharon frente a la dictadura. Todo parece indicar que las células malignas han hecho metástasis en España y que urge la cirugía mayor parra erradicarlas cuanto antes.
Lo malo es que, a tenor de los análisis que hacen algunos politólogos, cada vez parece más difícil de sanar el enfermo y que, como en el caso de los iceberg, puede ser mucho más lo que no vemos que lo que ha aflorado hasta ahora. La alarma hace tiempo que suena y parece que ahora la empiezan a escuchar los propios políticos.
A policía y jueces les ha dado por poner curiosos nombres a los escándalos de corrupción que, como las setas en otoño, parecen brotar por doquier. Del mismo modo que los hongos, los hay más grandes o más pequeños, de un color o de otro. Pero es probable que, a fecha de hoy, no haya región española que no haya padecido un brote de este mal que echa por tierra la idílica imagen de nuestra democracia después de la transición.
Decía no hace mucho un comentarista político que es probable que el ámbito regional esté más que rebasado y que él sospecha que no hay provincia e incluso comarca que se haya visto libre de casos de corrupción a día de hoy. Es triste pensar que ese pronóstico pesimista pueda ser cierto.
Llevamos varios meses en los que la corrupción tenía nombre alemán: Gürtel. Ha servido para que desde el partido del gobierno se lanzasen todo tipo de invectivas al principal de la oposición. Y lo peor es que había razones para ello, porque la gestión del problema por muchos responsables no ha podido ser más penosa. Las consecuencias de ese escándalo tienen al partido conservador español noqueado como a un púgil que a duras penas se sostiene en pie en el cuadrilátero. Urge poner orden en sus filas.
Pero llevamos ya unos días en que Gürtel ha casi desaparecido del vocabulario socialista en sus invectivas al PP. Aparentemente, porque ahora surge un caso que les afecta a ellos en Cataluña, que promete ser de gran calado y que alcanza a destacadas figuras del socialismo de aquella región y del nacionalismo más moderado.
Ya lo dijimos en alguna ocasión: el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra. Pero además de recordar esa cita de los Evangelios (S. Juan, 8-111) vamos a traer hoy a colación un refrán, habida cuenta de que es en esas máximas de la filosofía popular donde se condensa la sabiduría secular. Y en el acervo español, tan rico en refranes y proverbios, se dice que a quien escupe al cielo, acaba por caerle el salivajo en la cara. Y esa es la percepción que tienen muchos ciudadanos de lo que está sucediendo.
No vamos a decir desde estas líneas que todos los políticos sean unos sinvergüenzas. Las generalizaciones siempre son malas y en este caso además injustas. Hay, gracias a Dios, políticos honrados y más que respetables.
Pero si que es posible sostener, como tantos ciudadanos y analistas piensan, que en esta hora hay muchos más sinvergüenzas en la política española que los que es posible soportar por el buen gusto y la dignidad de nuestro pueblo. Y lo que es peor, hay una cierta sensación de que gozan de impunidad.
Hemos escrito en alguna ocasión desde esta tribuna que el ejercicio de la política debe incluir un arraigado sentimiento de ejemplaridad. Nuestros gobernantes, ya sean ministros, diputados o simples alcaldes, deben dar ejemplo a diario y a todas horas de las virtudes que deseamos que nuestro pueblo represente. Son los representantes del pueblo, democráticamente elegidos, pero a ese mismo pueblo se deben en todos sus actos. Y sobre todo, a la hora de administrar los caudales públicos.
A los bomberos les pedimos que apaguen fuegos, a los médicos que sanen o alivien las enfermedades, a los ingenieros que construyan sólidos edificios u obras públicas, y a los políticos se les debe exigir que administren bien y resuelvan los problemas del pueblo. Pero no los que ellos quieren, sino los que realmente considera problemas el pueblo. Y además con limpieza.
En caso contrario, no lo dude nadie, están incumpliendo el contrato suscrito con quienes les votaron y quienes no lo hicieron, y por eso hay derecho a pedirles cuentas, sobre todo, es preciso insistir, en la administración de los dineros de todos.
Esa debería ser la razón de que se alce un clamor para que quienes deben y pueden legislen cuanto antes reglas severas que impidan el abuso y la corrupción. Una buena medida podría ser, de entrada, dar publicidad cada año al patrimonio de cuantos están en la política. Como ya hacen los miembros del Gobierno. Y después no sería ocioso legislar castigos de mayor dureza para los corruptos, incluida la obligación de reintegrar a la sociedad hasta el último céntimo de lo que le han arrebatado.