El respeto a los mayores
Uno de los aspectos de los que la sociedad actual, incluida la de Escalona, no puede precisamente estar orgullosa ni echar las campanas al vuelo, es el del respeto a los mayores, a las generaciones que nos precedieron, sobre todo por parte de los mozalbetes.
Es cierto que el gobierno ha elaborado leyes de asistencia a las personas que lo necesitan, lo que incluye a los mayores; es cierto que día a día se fundan o mejoran hogares de día o residencias de ancianos y lo es, asimismo, que la asistencia médica geriátrica ha mejorado considerablemente, hasta el punto de ampliar la esperanza de vida.
Pero el respeto es otra cosa.
Bien sabemos las personas que hemos pasado de los cuarenta cómo era hace unas décadas ese concepto del respeto a las personas de edad. La mayor parte de los individuos sentían una especial consideración hacia esos a quienes algún político ha calificado de bibliotecas vivientes, porque en realidad los ancianos son quienes han acumulado a lo largo de los años el conocimiento de las cosas. Y también, por regla general, el buen juicio.
En la sociedad gitana se denomina “gente de respeto” a los mayores, a quienes se consulta para muchas cosas y cuyas opiniones se consideran sentenciosas (también ocurre eso en muchas sociedades africanas, donde casi todo se consulta a un consejo de ancianos). Antes también se practicaba algo parecido en la sociedad paya. Las antiguas civilizaciones confiaron a los ancianos, reunidos en senados y órganos similares, el juicio final sobre los diferendos.
Ahora, ese concepto de respeto parece que se va perdiendo. ¿Quién entre nosotros no ha presenciado una respuesta mal dada, un gesto lleno de desconsideración y hasta una amenaza a un anciano? ¿Cuántos de nosotros no hemos tenido que intervenir en alguna ocasión para recriminar una acción de esas? ¿No hemos leído jamás noticias de malos tratos a los mayores?
Lamentablemente, ese es uno más de los valores que se van perdiendo en esta sociedad del oropel y la consola. Algunos sociólogos relacionan ese fenómeno con la publicidad, que raramente nos presenta un mundo de ancianos y en cambio nos muestra con la mayor frecuencia un espectáculo de jóvenes sonrientes como paradigma de la felicidad.
Pero es probable que no toda la culpa sea de la publicidad. Seguramente, como creen otros estudiosos de los fenómenos sociales, haya que buscar la responsabilidad, una vez más, en el fracaso de los modelos educativos.
Por mucho que cambian los planes educativos -quizá con demasiada frecuencia-, del mismo modo que se falta al respeto de profesores y educadores, se hace con nuestros abuelos. La fragilidad de la edad les expone a veces a la ira de unos mozalbetes pretenciosos a los que se ha conculcado la enseñanza de los ideales de respeto desde la infancia y desde su hogar. La culpa mayor es la de los propios padres. Y en menor medida de pedagogos y gobernantes.
Bien está que nuestros muchachos y muchachas se eduquen con una libertad que posiblemente no tuvieron muchas de las generaciones precedentes. Nada que objetar a ese principio, pero si a que se olvide de inculcar el respeto, nada más y nada menos que el respeto.
Cuando muchos padres y madres dan de mamar arrogancia a sus hijos, les están situando en la senda de la falta de respeto y la intolerancia. Y más tarde, de ambas carencias nacerán con frecuencia los comportamientos violentos. De ese modo, la falta de respeto será el caldo de cultivo para que algunos de esos menores se atrevan a aventurarse por la senda de la ilegalidad, desde el robo a los casos más graves, como el asesinato o la violación (últimamente se repiten con demasiada frecuencia esos hechos).
Pero también para que se atrevan a la ofensa, el desplante o la vejación a los ancianos.
Y esa circunstancia, tanto como la del flagrante delito, debería asustarnos a todos y ayudarnos a abandonar la desidia con la que se afronta socialmente el fenómeno de la violencia juvenil y la falta de respeto. Los fenómenos como el botellón son fruto de todo eso. Chavales que aún no distinguen con nitidez el bien del mal, acceden sin problema al consumo exagerado de alcohol y luego vienen las penosas consecuencias. Se prima el negocio sobre la moralidad.
¿Se han planteado muchos padres y gobernantes cómo será dentro de unos años la generación que ahoga su frustración vital en alcohol los fines de semana y fiestas de guardar? ¿Ha pensado alguien los problemas de salud que van a tener que afrontar chicos y chicas que beben como cosacos desde su pubertad? ¿No sería quizá mejor comenzar a orientar a esos jóvenes hacia otros derroteros y explicarles de un modo que entiendan a dónde van, subidos a la grupa del alcoholismo y la drogadicción?
Nos estamos jugando el futuro, porque los jóvenes son el futuro. Pero quizá debiéramos mirar y escuchar con más atención –y respeto- la opinión de nuestros ancianos, a fin de saber cómo hacer frente a ese problema. Ellos, nuestros mayores, son quienes hacen bueno ese dicho de que sabe más el diablo por viejo que por diablo.