jueves, 24 de septiembre de 2009

Editorial

La verdad y los políticos

Todos aquellos que se dedican a la política deben tener muy presente lo que es una máxima en países como Estados Unidos: la verdad debe ser un acompañante permanente de su trayectoria. En caso contrario, como se ha demostrado con frecuencia a lo largo de la historia, esa amante traicionada no tarda en hacerse presente para poner al político ante sus responsabilidades.
En algunas naciones, sobre todo las del norte de Europa y en las de tradición anglosajona, al político se le suelen perdonar muchas cosas, pero jamás ser sorprendido en la mentira. Las hemerotecas están llenas de ejemplos de lo que decimos (ya hemos citado alguna vez a Richard Nixon, que ha pasado a la historia como un gran embustero y no como el presidente que acabó la guerra de Vietnam).
Un político o un funcionario público, se piensa en esas naciones, puede no revelar todo lo que sabe, pero jamás decir algo que no sea cierto. Porque si es sorprendido haciendo lo contrario, se le suele presionar de tal manera, que acaba teniendo que ofrecer su dimisión de manera imperativa.
En el sur de Europa y en naciones con menores niveles de desarrollo existe o parece existir una mayor tolerancia hacia el engaño. Hay casos que resultan proverbiales, como pueden ser Italia, Grecia, etc. También sucede en España, donde la opinión pública parece capaz de digerir unos grados de mentira que en otros pagos serían simplemente inaceptables. Y ese engaño se produce a todos los niveles y, sobre todo, en asuntos particularmente vergonzosos, porque se refieren a la administración de los caudales públicos.
Recordemos como un Luis Roldán fue capaz de mentir a todos sobre sus cualificaciones académicas y más tarde ampliar sus patrañas hasta el punto de amasar una fortuna adueñándose de dineros destinados a fines más nobles que los de su cuenta bancaria.
La corrupción, del tipo que sea, no es más que un modo de engaño –uno de los peores- a la ciudadanía. Como lo es la propagación de rumores o acusaciones, sobre todo cuando se hace sabiendas de su falsedad. La mentira como arma política o de desarme social es sencillamente zafia e inaceptable.
Uno de los hechos que seguramente más contribuyó a que los ciudadanos cambiasen sustancialmente el sentido de su voto después de los atentados del 11 de marzo de 2004 fue el sentimiento de que alguien quería engañarles a propósito de la autoría de los crímenes. Sobre todo porque percibieron que alguien trataba de desviar la atención sobre cualquier relación con la vergonzosa guerra de Irak.
Lo mismo viene ocurriendo, de un tiempo a esta parte, con quienes tratan de confundir a la opinión pública en relación con la crisis que no era crisis y ahora es ya recesión y hasta deflación. Y hay muchos ejemplos más. También mucho más cerca de la vida cotidiana de nuestras ciudades y pueblos. Algunos regidores deberían cuidar sus acciones si no quieren que, como los fantasmas, se presenten ante ellos cuando menos lo esperan.
Ésta y otras como ésta deberían ser las lecciones que nuestras jóvenes generaciones reciban en las enseñanzas de civismo. Pero claro, resultan más cómodos de manejar unos jóvenes adormecidos de muchas maneras, desde el consumismo a las dependencias de diferentes productos no exactamente beneficiosos para la salud.
A nadie le interesan unos jóvenes capaces de reaccionar ante el engaño y de echarse a la calle a protestar, como hicieron las generaciones de los sesenta y hasta de los setenta. Y eso que ahora se disfruta de mayores grados de libertad de lo que había en ese tiempo. Esa estrategia del adormecimiento o la anestesia de nuestros jóvenes contribuye a que a menudo se traguen las patrañas de los profesionales del embaucamiento. Así, de mayores, están más acostumbrados a engullir los engaños.
Pero, ojo, que no se olvide nadie que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Y que los ciudadanos con el sentimiento de ser engañados o estafados en su buena voluntad suelen ser inmisericordes con el embustero o embusteros.
Es esta la moraleja del cuento que debieran aplicarse algunos zascandiles capaces de mentir a sus vecinos y entre ellos a sus votantes. Los hay a docenas y por doquier. Pero engañan un rato. No tardan en pillarles. La verdad es jodidamente tenaz y siempre acaba por salir a flote.