lunes, 28 de septiembre de 2009

Editorial

Politiza que algo queda

Mientras los españoles en general, y los de Castilla-La Mancha en particular, padecen los efectos de una terrible depresión económica, a la que no se ve salida inminente –ni pericia de quienes llevan el timón para encontrarla-, nuestra clase política parece empeñarse en utilizar todo –pero todo sin excepción-, para obtener rendimientos políticos. Es como si la consigna dentro de los partidos fuese algo así como politizar cuanto se pueda.
Pocas cosas quedan a salvo de esa dinámica y las que se salvan, por decirlo de alguna manera, son las que las maquinarias políticas consideran poco susceptibles de aportar rendimientos en términos de futuros sufragios.
En estos días asistimos, en otras cosas, al intento de politizar o usar con fines de erosión del contrario la salida para Caja de Castilla-La Mancha (CCM), una entidad en la que guardan sus ahorros muchos escaloneros. La eventual venta a la vasca BBK (Bilbao Bizkaia Kutxa) se ha convertido en un arma arrojadiza de unos y otros, sin tomar en consideración probablemente los intereses o esperanzas de muchos empleados y muchos más cuentacorrentistas.
Parece que las formaciones políticas hiciesen guardia ante la sede de CCM para ver cómo pueden aprovechar mejor el asunto en contra de sus rivales. Si unos están contra lo de BBK, otros lo están contra la solución que pueda representar Ibercaja o Cajasol. ¿Y queda alguien que piense en los verdaderos interesados?
Porque la realidad es que el desastre provocado por la gestión de Juan Pedro Hernández Moltó –aquel que se atrevió a maltratar en el Congreso a Mariano Rubio, arquitecto al que debe su solidez el edificio de la banca española-, hace indispensable –más que necesaria- la venta o fusión de CCM a otra entidad que goce de salud. Pero unos y otros tratan de aprovechar la fusión para pescar con ventaja en las aguas revueltas.
Lo de CCM no es más que un ejemplo de lo que decimos. La politización se quiere transferir a todos los terrenos, desde las instituciones judiciales a la educación, desde los servicios de salud a las fuerzas del orden, y sin duda también al mundo de la comunicación.
No vamos a referir aquí el uso de documentos filtrados a periódicos amigos o conocidos para deteriorar la imagen del contrario. Por demasiado evidentes ejemplos como ese resultan grotescos y sólo engañan al que quiere dejarse engañar. Pero ¿qué hay, salvo el deseo de servirse políticamente de unos u otros grupos mediáticos, detrás de polémicas suscitadas por leyes dictadas a la carrera, como la de televisión digital terrestre de pago?
Cuando el decreto ley –si hablamos en perspectiva nacional- o la capacidad de dictar normas en niveles inferiores, se emplean a favor de los afines, para ganar votos o para que no los gane el contrincante, se está incumpliendo la labor ejemplarizante o ética de la actividad política. Eso que los anglosajones denominan “fair play”.
Porque en nuestro escenario, como tantas otras cosas, los ciudadanos echamos de menos hace bastante tiempo ese “fair play” al que en nuestro idioma denominamos “juego limpio”. O sea la ética, pura y llanamente la ética de nuestros políticos.
Bien al contrario, lo que asistimos es a un patético “juego sucio” en el que algunos creen que “todo vale”, haciendo realidad aquel viejo silogismo de Nicolás Maquiavelo, según el cual “el fin justifica los medios”, que tanto agradaba al difunto bolchevismo.
En realidad, esa idea se contrapone a la del Cristianismo, que está en la raíz de nuestro pensamiento filosófico occidental, incluso el de quienes no son practicantes religiosos. Y es así, porque lo cierto es que se trata de la deformación interesada (o politización), de una frase mucho más elaborada.
Fue el jesuita alemán Hermann Busenbaum quien dejó sentado en 1645, que “cuando el fin es lícito –y en ese adjetivo radica la gran diferencia-, también lo son los medios” (
cum finis est licitus, etiam media sum licita). Pero nuestra clase política parece decantarse más en pro de la versión de Maquiavelo.
Una vez más tenemos que llamar la atención sobre el hecho de que el político debe ser un punto de referencia para el ciudadano, y no un motivo de vergüenza. Un ejemplo de lo bueno, y no de lo peor.
Por ello son cada vez más los ciudadanos que sienten desprecio por esa dinámica del perpetuo enfrentamiento, del juego sucio, del permanente intento de destrucción del rival, que además de no servir para resolver los problemas de la comunidad, guarda en el fondo la mecha capaz de encender comportamientos violentos como los que enfrentaron a una España dividida en dos mitades en los años treinta del siglo pasado.
Del mismo modo que la mayor parte de la sociedad grita ¡Basta ya! a los crímenes horrendos del separatismo vasco, debiéramos comenzar a gritarlo para quienes se olvidan de que lo que se precisa es unidad de todos, o de cuantos más mejor, contra los problemas que a todos afectan por igual.
Pero esa unidad no significa tampoco rendición sin condiciones al que ostenta el poder. ¡Qué no se equivoque nadie! Unidad, o consenso como lo hemos llamado hace unos años, es sentarse a una mesa unos y otros, hablar y acordar términos y soluciones aceptables por todos y útiles para todos.
Y es eso lo que nuestra sociedad demanda desde hace tiempo a una clase política que parece más empeñada en lo contrario: en aprovechar el menor resquicio para zurrarse, en imponer un cierto pensamiento único a la ciudadanía y en seguir tirando para adelante sin escuchar las preocupaciones de aquellos a quienes, más tarde o más temprano, irán a adular en demanda de sus votos.