viernes, 25 de septiembre de 2009

Editorial

Transfuguismos y otras hierbas

Entre los vicios de algunos políticos –o aprendices de político- figura desde que el mundo es mundo el de cambiar de chaqueta. Ellos mismos, los que forman la clase política, han ideado un término para definir el comportamiento de quienes se pasan con toda naturalidad a un bando distinto de aquel para el que fueron votados: el transfuguismo.
Asistimos estos días a nuevos casos de ese fenómeno que, por lo frecuente, ya no alarma al ciudadano, sino que le aburre y le da nauseas. Porque, se pongan como se pongan, los tránsfugas son una desgracia para el partido que los padece y una vergüenza para el que los recibe. Pero al cabo, antes o después, todos los partidos pasan por una u otra situación.
Lo de Benidorm, por chusco, no es mucho mejor que lo de Denia y otras localidades repartidas por la geografía nacional. ¿Pero es acaso mejor o peor el chaquetero que se presenta a unas elecciones tras haber intentado ser candidato en el partido rival? ¿No es eso, igualmente, transfuguismo?
¿Qué credibilidad puede tener el que un día quiso llegar a gobernar de la mano del partido A y luego alcanzó su meta en el partido B? ¿O es que no conocemos casos de esos?
Los tránsfugas –a quienes cuesta trabajo dejar de llamar chaqueteros o vende patrias o aprovechados y tantos otros calificativos equivalentes- andan por doquier. Han hecho tanto daño a la seriedad de la política española como los corruptos, que son legión. Y hasta a veces han participado de esas dos modalidades de la podredumbre moral.
Suelen ser esos mismos tránsfugas los mayores aduladores de quien manda, sus peones de brega y hasta unos lacayos capaces de lo peor para satisfacer al que les acogió. Es como si fuesen conscientes de que tienen mucho que hacerse perdonar y por eso están dispuestos a todo, sobre todo a inclinar el lomo hasta que les duele.
Hay quien compara la situación con la del cornudo, que finge no darse cuenta de lo que pasa en su casa, a cambio de no sentir el oprobio de reconocer los cuernos.
El origen de ese fenómeno está, o al menos así lo parece, en la incapacidad de los diferentes partidos del arco parlamentario para poner fin a esas prácticas mediante regulaciones serias. Por ejemplo, la de modificar la ley electoral para que eso no ocurra. Y también porque tienen la necesidad de sumar en sus filas miembros –y “miembras”, que diría Dña. Bibiana Aído- ante la crisis de “vocaciones” que se vive en la vida política nacional.
Lo mismo sucede en algunos sindicatos. Hace años, uno de ellos -que se dice de izquierda-, admitió y hasta convirtió de la noche a la mañana en candidato a un ciudadano que fue en su día “el jefe de centuria más joven de la Organización Juvenil Española”, las juventudes del régimen de Franco. Y cuando sus responsables conocieron el hecho, hicieron como que no lo sabían. Aún son el hazmerreír de una empresa nacional.
Los filtros, tan importantes para que las impurezas no lleguen a las maquinarias, parecen no funcionar o ni siquiera existir en la vida pública española. Por eso ocurre que llegue a presidir un Comité de Empresa en nombre de Comisiones un elemento que ha dado vivas a Franco y aún se refiere al dictador como “el Generalísimo”.
O que un Luis Roldán llegue a saquear las arcas de la Guardia Civil, haciendo creer a un partido y a un gobierno que tiene una formación académica de la que carece y peor aún, una honestidad que no practica.
O que vayan de candidatos en las listas gentes que, a la primera de cambio, movidos por ambiciones torticeras, se pasan de bando como si cualquier cosa y traicionan la voluntad de quienes les dieron sus votos. Pero claro, esa lacra terminaría si cualquier gobierno o corporación les rechazase en su seno. ¿Y acaso vemos que tal suceda?
Otra urgente necesidad de nuestra vida política es lograr que el representante sea un portavoz en las instituciones de los representados, y no vocero de su partido para aquellos que lo eligen. Porque al final, se tiene la sensación de que la representación es poco auténtica y los electos se olvidan de su clientela tan pronto reúnen los votos precisos para disfrutar de una poltrona.
Los sistemas electorales como el inglés, en los que el diputado compite por el escaño de su barrio o su pueblo, en vez de hacerlo en una lista provincial impersonal y a menudo compuesta por políticos “cuneros” (impuestos desde la dirección del partido sin importar que carezcan de vínculo con quienes deben elegirles), resultan cada día más atractivos. Y obligan a los representantes a cumplir sus promesas directas a los representados, en vez de directrices emanadas lejos de ellos.
Esos sistemas quizá ayudasen a paliar el déficit de interés o el descrédito que sufre la política y que se pone en evidencia en el descenso de la participación en las elecciones y actos públicos.
Hace unos años, tras la dictadura, los actos políticos se llenaban a rebosar porque los ciudadanos querían participar de ese modo en la cosa pública. Ahora –el fenómeno es de sobra conocido-, el que quiere llenar un pabellón para un mitin, tiene que embarcar en autocares a sus militantes y moverlos de un sitio para otro a fin de dar idea de respaldo. No deja de ser patético. Como lo es el de los cambios de chaqueta. Todo eso dice poco en favor de nuestro sistema.