domingo, 29 de mayo de 2011

La Revolución de los Jóvenes Españoles

Habla el inspirador de los jóvenes indignados

A sus 93 años, el escritor, diplomático y activista Stephane Hessel ha conseguido un notorio éxito en todo el mundo con un pequeño librito de cinco euros, que lleva por título “Indignaos” y que en España ha prologado otro intelectual comprometido, José Luis Sampedro. Judío –muy crítico con Israel sobre Palestina-, nacido en Alemania, en 1917, miembro de la Resistencia al nazismo, torturado y condenado a muerte por la Gestapo, superviviente de los campos de concentración, Hessel es una de las grandes figuras morales europeas.
Con su obra, que en España lleva vendidos cerca de medio millón de ejemplares, Hessel ha conseguido sacudir el descontento creciente en los países desarrollados de los ciudadanos contra un sistema político y económico que está dando al traste con muchas de las conquistas sociales de generaciones en aras del “dios mercado”, o como sostienen otros, de los “adoradores del becerro de oro”.
Hessel es, además, el único superviviente de quienes asistieron a la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su mérito, denunciar los valores que están amenazados y que costaron décadas de lucha y sacrificio conquistar. Palabras como libertad, igualdad, justicia, legalidad, compromiso, derechos humanos, no son conceptos huecos para este pensador, enemigo de la demagogia barata. Es, si hubiera que resumirlo, un héroe civil y un agitador pacífico.
P: ¿Qué le parece el eco de su libro en España?
R.- Me alegro. Cuando empezamos con la idea de este pequeño libro teníamos a Francia en la cabeza. Ocurrió que en pocas semanas se produjeron varios acontecimientos. La popularidad de Sarkozy se fue hundiendo, lo mismo ocurrió en Italia con Berlusconi, e incluso en España con Zapatero, y en Portugal con Sócrates. Antes de que se produjeran las revueltas del norte de África, la idea de que los Gobiernos de varias partes del mundo rozaban comportamientos que provocaban la indignación de la gente era algo que raramente habíamos visto.
P: Si tuviese que definir su libro…
R.- No es un trabajo literario, en absoluto. Queríamos lanzar algo corto y estimulante. Puede que hasta tenga faltas de sintaxis. La editora se sentó, empecé a hablar, lo redactó, me lo dio, lo corregimos y lo lanzamos. Surgió de manera natural, como una conversación. Y una vez en la calle corrió como la pólvora.
P.- Hay mucha gente esperando un discurso que aglutine ciertos sentimientos, como la indignación...
R.- Lo he podido comprobar. Pero el libro está basado en dos textos: el programa de la Resistencia, no muy bueno, pero escrito en el momento y en el lugar justos; cuando los franceses se sentían acorralados por un enemigo como los nazis. El otro es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estuve allí cuando se redactó. Yo era demasiado joven para formar parte de ese grupo de 12 sabios, pero fui asistente. Les ayudé a organizar las reuniones, a redactar las actas. Los que estaban allí eran figuras de primer nivel en la esfera de la política y el derecho como la viuda del presidente Roosevelt, Eleanor. Yo era un joven diplomático, carecía de autoridad, pero me sobraba curiosidad. Tenía motivaciones muy profundas para que el trabajo saliera de la mejor manera. El hecho de haber acabado la guerra en tres campos de concentración era suficiente impulso para mí.
P.- Usted sobrevivió a Buchenwald…
R.- Allí conocí a Jorge Semprún, un gran amigo; guardo una anécdota de él importante. Cuando llegó al campo y le preguntaron a qué se dedicaba respondió: estudiante. "Si pongo eso", dijo el que tomaba el registro, "le matarán inmediatamente, voy a dejar las primeras letras y lo voy a transformar en estucador y de este modo le asignarán trabajos manuales".
P.- ¿Qué significa para usted la palabra indignación?
R.- Contiene su lado positivo, pero también sus partes oscuras. Quiero dejar claro que no me considero un revolucionario, soy un diplomático que cree en la no violencia. Busco poner a la gente de acuerdo, más que enfrentarla.
P.- ¿El diálogo es hoy revolucionario?
R.- Puede ser. Pero si nos atenemos a los significados, le diré que lo que más me convence de la palabra es que contiene otro término fundamental: dignidad. Cuando la dignidad se pone en cuestión es necesario reaccionar. La indignación viene del pisoteo de la dignidad que cada ser humano lleva consigo. Por eso siempre me remito a la Declaración de Derechos Humanos. En su artículo primero ya dice: Todos los seres humanos son iguales en dignidad y en derechos.
P.- Y ahora va a llamar al compromiso...
R.- Si, el nuevo libro se titula precisamente Comprometeos. Es el paso moral siguiente a la indignación. Nadie puede molestarse porque el prójimo se comprometa con algo. Puede molestarse si se rebela, si se remonta. Enfadarse para mí no tiene sentido. La ira no conduce a ninguna parte, debe ir seguida de compromiso. No propongo a la gente que se enfade sin más, sino que se pregunte cuáles son las razones que ponen en peligro los valores fundamentales que hemos heredado y que ahora tiemblan. Al leer el libro quedan claros los valores, los peligros y los retos.
P.- ¿Teme por esos valores?
R.- Bastante, pero no olvidemos que en el tiempo en que fue redactada aquella declaración, el mundo todavía estaba amenazado por algunos totalitarismos. El fascismo había sido derrotado. Pero el comunismo pervivía. Luego se ha ido imponiendo otra ideología perversa basada en el mercado y nada más que en el mercado. Hoy, usted y yo, sufrimos sus consecuencias, las de un grupo privilegiado que busca sus beneficios a nuestras expensas. ¿Qué proponer como alternativa? La democracia real. Confiar en depositar cada vez más poder en la gente común para que sus necesidades sean la prioridad a resolver por los Gobiernos, el primer deber. Los Gobiernos deben asegurar libertad, hermandad, igualdad y justicia social.
P.- Y progreso, porque con frecuencia se confunde progreso técnico, científico, pero no con bienestar.
R.- Es algo muy sencillo, progresar significa tender a la mejoría. La palabra mejor es importante. ¿Cuál es la diferencia entre el bien y el mal? ¿Es mejor ganar dinero a cualquier precio o preservar la decencia y el honor? ¿Es mejor entrar en la espiral de un progreso científico a toda costa o guardarnos de descubrimientos que superen la dignidad del ser humano? Progreso no significa acelerarse, sino ser consciente de cuáles son los valores que ayudan a crear un mundo mejor y cuáles no. La democracia es exigente en sí. Demanda más a los políticos y logra tejer un sistema del que es difícil salir bien parado si actúas mal.
P.- ¿Nunca se sintió atraído por la violencia?
R.- No soy un tipo violento. Puedo entender qué lleva a la gente a la violencia. Pero a mí no me convence. Mi primera indignación tenía un nombre: los nazis. El fascismo de Franco y Mussolini, incluso Stalin, de quien ya tuvimos noticias de sus purgas en 1935. El totalitarismo. Además, teníamos el ejemplo de los republicanos españoles como contraposición a los comunistas más cerrados. Yo siempre me consideré demócrata, y cuando este sistema estaba en peligro me indignaba.
P.- ¿Su indignación era equiparable a la que siente ahora?
R.- No, entonces era joven y con ganas de luchar. Cuando llegó la hora, cuando vi que era necesario levantarme y enfrentarme a ellos, me invadió un deseo de lucha. Me enrolé en el ejército sin dudarlo. Y cuando se firmó el armisticio con los alemanes me volví a indignar. Sentí que era una deshonra y una deslealtad con los británicos. Me opuse; era inaceptable. ¿Qué podía hacer? ¿Luchar en Francia? ¿Unirme fuera a De Gaulle? Eso es lo que hice.
P.- ¿Cómo fue su detención por la Gestapo?
R.- En el momento en que me arrestaron estaba seguro de que no sobreviviría. Me detuvieron bajo cargos de delitos criminales graves. Sabían que había llegado de Londres para reforzar la Resistencia. No sabían que era judío, me conocían poco. Si se hubiesen enterado de que mi padre era un judío emigrado de Berlín, me habrían tratado de otra forma. Pero lo hicieron como a un espía de nivel. Y, ¿qué haces con un espía? Obviamente, sacarle información.
P.- ¿Bajo tortura?
R.- Efectivamente. En la bañera, ahogándome. Pero no consiguieron que delatara a nadie, y eso fue una satisfacción para mí. Después me condenaron a muerte. Afortunadamente, la justicia era lenta y me internaron en Buchenwald y la orden de ahorcarme llegó muy tarde. Ya entonces pude cambiar mi identidad con alguien que había fallecido sin que se dieran cuenta. Era una persona que no estaba condenada a muerte. Así me libré.
P.- ¿La indignación se había convertido en terror?
R.- No exactamente. Se transformó en algo que solo un joven patriota puede sentir. Ese convencimiento henchido en el que crees que has cumplido con tu deber y te has sacrificado por tu país. Cuando me detuvieron cogí un trozo de papel y escribí un soneto de Shakespeare que sabía de memoria: "No longer morn for me when I am dead...". Como diciendo, si me fusilan mañana, que mi esposa sepa que no quiero luto, sino que sea feliz.
P.- Si le hubieran dicho entonces que cumpliría 93 años...
R.- ¡Y tanto! Mi siguiente indignación llegó en los campos de concentración. Yo sabía que la guerra era violenta. Pero lo que nunca pude sospechar es el grado de brutalidad al que podíamos llegar los seres humanos. No me sentía sólo una víctima individual, sino parte de una colectividad. Porque yo, personalmente, tuve suerte. Me salvé entre un grupo de 36 condenados a muerte. Yo y dos personas más. Me enviaron a otro campo y me escapé. Cuando lo logré me volvieron a capturar y me internaron en Dora. Allí se debatían entre colgarme o darme 25 latigazos. Pero me libré de ambas cosas porque le dije al oficial que me interrogaba: Estoy seguro de que usted, que es valiente, como yo, habría intentado escapar. Lo hice, pero fallé, con lo que no les puedo causar daño. Todo eso se lo expliqué en alemán, que es mi idioma materno. Si no hubiese hablado su lengua, seguramente nadie me habría librado del castigo.
P.- ¿Costó poner de acuerdo a países tan distntos en la Declaración de Derechos?
R.- Si no se hubiera conseguido en 1948, las tensiones posteriores lo habrían hecho imposible después. En ese momento histórico, los soviéticos se abstuvieron, Arabia, también, y así permitieron su aprobación. Fue el momento. Un texto ambicioso para la historia de la humanidad.
P.- ¿Y la indignación dio paso a la esperanza?
R.- Pues sí. Ese momento fue de auténtica, de verdadera y gran esperanza en el entendimiento de las naciones tras la guerra. Estábamos convencidos de que aquel texto encarrilaría a buena parte del mundo en el camino de la libertad y la justicia. Pero aquello duró poco, porque después llegó otro sentimiento: la ansiedad que producía el peligro de una tercera guerra, que no sería como las otras, sino que traería consigo la catástrofe nuclear. El mundo había conocido dos horrores: el Holocausto e Hiroshima, y eso nos producía un enorme temor. Era un mundo complicado e inseguro. Sentíamos que si la ONU no conseguía éxitos en sus programas de desarrollo y respeto a los derechos humanos, todo se iría derrumbando.
P.- ¿Le queda algo del optimismo de entonces?
R.- Todavía creo que existen pequeños y lentos pasos adelante y que continuarán, con retrocesos y avances. La última década del siglo XX fue muy prometedora. Después de la caída del Muro estábamos convencidos de habernos adentrado en una nueva era. En 2000 se llegó a un acuerdo bajo la presidencia de Kofi Annan de los objetivos del milenio. Pero cayeron las Torres Gemelas... Y empezamos el siglo XXI muy mal.
P.- Con la amenaza terrorista, pero también con la ruptura de las reglas internacionales por parte de Bush, Blair y Aznar. ¿Qué supuso aquello para el orden mundial?
R.- Aquello es parte de mi indignación presente. El hecho de que los ciudadanos sean conscientes de que estábamos dando grandes pasos adelante y esos líderes los frenaran en seco y nos colocaran en la dirección equivocada. Una de las reglas básicas a respetar en ese nuevo orden mundial que empezaba a configurarse a finales del siglo XX era el derecho internacional. Romperlo era adentrarse en lo peor.
P.- Contra gobernantes de ignorancia supina, ¿qué se puede hacer?
R.- ¡Indignarse! Necesitamos otros gobernantes, y también, compromiso de la sociedad para aupar a los más decentes. No podemos caer en esa desazón de la juventud, ni en pensar que todos los políticos son iguales, porque no es cierto. La rabia y la indiferencia no nos llevan a ninguna parte.
P.- ¿Dónde queda Europa con esas amenazas de políticas antiinmigración?
R.- Justo ese es el objetivo de mi libro. Concienciar a la gente para afrontar los nuevos retos con valores dignos. No son nuestras ínfimas naciones las que están en peligro, es nuestro mundo, cada vez más amenazado por corrientes como los neocons o quienes no se mentalizan en el trato al medio ambiente. La fe en el compromiso es clave. No estamos condenados al fracaso, pero para evitarlo hay que dar un paso adelante.