miércoles, 17 de marzo de 2010

Pensamiento

Vidal Beneyto pensaba que "estamos empantanados en la corrupción"

Madrid.- En julio de 2007, José Vidal Beneyto publicó un ensayo sobre la transición, en la que tuvo un papel de gran discreción y relevancia, y concedió una de sus últimas entrevistas, en la que se quejaba de la deriva de los partidos hacia posiciones distantes de lo que él entendía como democracia y sobre todo del fenómeno de la corrupción, ya fuertemente instalado en el tejido de la vida pública española.
Por su interés reproducimos aquella entrevista de una de las figuras que más trabajaron por agrupar a la oposición contra el franquismo y que muerto el dictador y celebradas las primeras elecciones democráticas, se convirtió en crítico con una clase política e intelectual española que ha celebrado la famosa transición como un modelo insuperable.
Pregunta. ¿Qué razones le han llevado a escribir Memoria democrática , un nuevo ensayo sobre la transición?
Respuesta. El tema de la transición me concierne muy directamente; no sólo por mi compromiso con la lucha por las libertades, a partir de los primeros años sesenta, sino porque estuve en ese proceso: primero, con las Mesas Democráticas, y después fui presidente de la Junta Democrática de Madrid y luego de la delegación de las Juntas Democráticas en el exterior, que fueron los principales actores del paso a la democracia. Por lo demás, creo que es necesario introducir otras perspectivas sobre ese proceso de la reciente historia de España, que está absolutamente dominado por la hipótesis de una transición modélica que pretende que se operó una transformación total y casi espontánea desde el franquismo. Lectura que comparten muchas fuerzas políticas, así como una buena mayoría de los historiadores, sin excluir a los más notorios.
P. No es la primera vez que se ocupa usted de este tema. ¿Cuáles fueron sus aportaciones anteriores?
R. Efectivamente, en 1977, un par de meses antes de que entrásemos en democracia, publiqué Del franquismo a una democracia de clase, que es un relato de la resistencia popular durante la transición. Y en 1981 hice un primer balance en Diario de una ocasión perdida. Como se deduce del simple enunciado de ambos títulos, me distancio de la presentación, que yo llamo canónica, de la transición, según la cual el franquismo desembocó, casi se autotransformó, en democracia, y afirmo, por el contrario, que fue el resultado de la convergencia de una moderada pero continua presión exterior de las democracias occidentales así como de las internacionales democráticas -liberal, socialista y democristiana-, que en los años setenta coincidieron con una notable movilización de las fuerzas populares en el interior de España, sobre todo del mundo del trabajo, con más de 15.000 acciones de contestación en los últimos cinco años del régimen franquista. En cualquier caso, era evidente que la autocracia del general Franco, aunque se hubiera suavizado y normalizado, era incompatible con el concierto occidental de naciones, donde sólo cabían los países democráticos. Había pues que pasar a otra cosa.
P. La casi totalidad de los analistas de la transición considera que trajo una verdadera democracia, y algunos, que no. ¿En qué grupo se sitúa usted?
R. Me parece indiscutible que España es hoy un auténtico régimen democrático. Y en algunos aspectos -por ejemplo, la organización territorial del Estado o la respuesta a los grandes problemas que llamamos de sociedad, como la inmigración, la droga, el tratamiento de las minorías sexuales, etcétera-, la respuesta española es más avanzada que la de muchas democracias europeas, como la francesa, sin ir más lejos. Los que no aceptan esa verdad, no debieron sufrir el franquismo. Pero para mí la cuestión no es ésa, sino que la modalidad del cambio y la amnesia colectiva que luego se decretó, y que nos sigue impidiendo hablar de nuestra militancia antifranquista -silencio que nos igualó a todos en democracia, franquistas y demócratas-, legitimó con ello la sociedad del general Franco, sus triunfadores y sus botines. Un somero análisis de la España actual y de su clase dirigente nos remite a los mismos nombres, los mismos bancos, las mismas familias. Y quizá, lo que es más grave, a los mismos modelos y los mismos valores. La democratización de la corrupción es la quiebra de la moral pública como su inevitable consecuencia. Limitar la transición a su andamiaje institucional es falsear su naturaleza y alcance; es confinar una operación de conquista de una nueva realidad política en una negociación de notables.
P. ¿Que quiere decir, concretamente, cuando habla de "una ocasión perdida"?
R. Si me permite la tautología, le diré que las cosas se hacen cuando se pueden hacer. En los años setenta, los países del sur de Europa -Portugal, Grecia, España- encararon un proceso fundamental de cambio político hacia la democracia, vigilado, pero también, de alguna manera, propiciado por Estados Unidos. Es decir, hacia un régimen político con libertades, plural y representativo, pilotado por los partidos políticos. Ese sistema, que nos venía sustancialmente de los siglos XIX y primera mitad del XX, hacía agua por muchas partes, y los líderes del mundo occidental comenzaban a estar muy inquietos. La Trilateral, organización de la que formaban parte las grandes compañías financieras e industriales del mundo -lo que llamamos ahora multinacionales- y los representantes de las principales organizaciones políticas, encargó un informe sobre el funcionamiento de la democracia a tres ilustres profesores de ideología conservadora: un norteamericano, Samuel Huntington; un japonés, Watanuki, y un francés, Michel Crozier. Su conclusión fue que las disfunciones de que sufría la democracia aumentarían, porque la complejidad del mundo contemporáneo era incompatible con la participación individual en las sociedades de masas. La solución, pues, era reducir o encuadrar esa participación, respetando los derechos humanos. Es decir, reformular la democracia.
P. ¿Y qué sucedió después?
R. Pues que el sistema democrático continuó degradándose, con la representación convertida en un parabán de la voluntad de los partidos, hundidos en el sectarismo, y la política devorada por una desbordada cratofilia, transformada en mera lucha por el poder. Grecia, Portugal y España tenían que refundar sus países en democracia, tenían que instaurar nuevos regímenes democráticos, y algunos incurables utópicos pensamos que era la oportunidad que estábamos esperando. Entre otras cosas porque, a pesar de la pequeñez de nuestros países, la cultura grecolatina y la importancia geopolítica del Mediterráneo podían dar a la operación una fuerte proyección.
P. En definitiva, proponían intentar un experimento. Pero ¿no le parece que experimentar cuando se quiere salir de dictaduras puede ser muy peligroso, por el riesgo de involución?
R. No entonces, ya que la ocasión era excepcional; pues, como prueba todo el material empírico de que disponemos sobre aquella época, en especial las encuestas cualitativas y las entrevistas en profundidad, existía una fuerte disponibilidad ciudadana coincidente con una extraordinaria moderación en las expectativas y en las demandas populares. Pero sobre todo porque teníamos por encima al Big Brother, personificado entonces por el presidente Nixon, que envió a Madrid al subdirector de la CIA, Vernon Walters, para entrevistarse con Franco y con la cúpula militar, comenzando por el general Díez Alegría. Estábamos en 1971, y todo quedó atado y bien atado. Con tal de que continuasen las bases militares y se mantuviese España en el dispositivo geopolítico norteamericano, EE UU garantizaba la sucesión del régimen frente a cualquier golpe, viniese de la izquierda comunista o de militares facciosos. Tal y como quedó probado con la experiencia portuguesa, con padrinos de esa talla la estabilidad estaba asegurada y la involución era imposible. Perdimos, pues, esa ocasión, y hoy estamos empantanados en la corrupción, incluso bajo su forma más dramática, el terrorismo, que transforma en muerte el enfrentamiento de posiciones políticas antagonistas.