El país que perdió el humor
Por Javier Marías
A falta de tantas otras virtudes, España se caracterizó casi siempre por ser un país con cierto sentido del humor. No con tanto como Italia o -a su manera- Inglaterra, pero casi. Aquí nunca se dejó de bromear, ni de exagerar, que es una de las formas clásicas de bromear. Y la mayoría de la población distinguía perfectamente ese registro y lo comprendía y participaba de él.
Yo viví mis primeros veinticuatro años bajo el franquismo, régimen tan serio como ridículo y nada dado a la guasa. Pero no por eso la ciudadanía dejó de expresarse con zumba en privado y de hacer chistes sobre lo habido y por haber, empezando por el propio Franco y terminando por la severísima y privilegiada Iglesia Católica, tan afín a él y a su represión.
Es sorprendente, así pues, que en esta época mucho más afortunada y menos sombría esté proliferando un tipo de español solemne, envarado, ceñudo, poseído de su rectitud, que no sólo no tolera una chanza ni una exageración, sino que parece incapaz de detectarlas. Un individuo que se toma todo a pecho y al pie de la letra, dificultando así, cada vez más, la aparición de la sal de la lengua, su chispa y su gracia.
Los columnistas lo sabemos bien: ojo con la ironía, no digamos con el sarcasmo y la hipérbole, porque abundan los lectores que no captan esos tonos, que todo lo entienden en su más estricta literalidad, y que, para nuestro pasmo, pueden acusarnos de defender lo que atacábamos o de atacar lo que defendíamos, si para hacerlo no hemos sido puerilmente frontales y hemos hecho uso de ese viejísimo recurso de la ironía.
A raíz de las muy serias y franquistas declaraciones del actor Guillermo Toledo sobre la muerte del disidente cubano Zapata (franquistas porque son calcadas de las de los portavoces del franquismo en su día, que calificaban de "delincuentes comunes" o "terroristas" a los disidentes políticos, o los acusaban de servir a conspiraciones extranjeras, entonces orquestadas desde Moscú), se han resucitado, como si fueran un precedente, las indudables bromas y exageraciones de Juan Benet en un artículo de 1976 que escribió contra Solzhenitsyn, famoso disidente que había padecido años de cautiverio en el gulag soviético y que, quizá más por eso que por su talento novelístico, había recibido el Premio Nobel.
Benet manifestó su mala opinión literaria de este autor, y además vino a decir que era un plasta, un Pepito Grillo y un santón disfrazado de tal. Amigo de la provocación y de la exageración, introdujo las frases que se han citado estos días con escándalo: "Creo firmemente que mientras existan gentes como Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como él, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle, etc". ¿Ustedes creen que en 1976 alguien -salvo cuatro tontos de rigor- se tomó al pie de la letra estas palabras? Fueron entendidas como lo que eran, una gran boutade. Seguramente no del mejor gusto (Benet era cualquier cosa menos comunista, además), pero a casi nadie se le ocurrió aplicarles la más absoluta literalidad, como se ha hecho ahora al evocarlas.
Hace unas semanas, Pérez-Reverte manifestó su pesar, en varias entrevistas, porque en España no se hubiera instalado, en su momento histórico oportuno, una guillotina en la Puerta del Sol. Cualquier persona de otro tiempo habría captado en seguida que estaba empleando un lenguaje figurado y que lo que lamentaba era que no hubiéramos tenido un equivalente de la Revolución Francesa (que trajo, pese a todo, más bienes que males, y tampoco hay que ser comunista para creer eso) ni hubiéramos entrado cuando tocaba, por tanto, en la modernidad. Y que por ese motivo aquí hubieran seguido mandando los de siempre: reyes despóticos y miserables, curas coléricos y analfabetos, caciques atrasados y chupasangres. Pues bien, no han sido pocos los articulistas que se han llevado las manos a la cabeza queriendo creer que lo que Reverte pedía era un patíbulo ahora, frente a la sede de Esperanza Aguirre, o una nueva Guerra Civil. Adiós al lenguaje metafórico también.
Por su parte, a Rosa Díez se le ocurrió definir a Zapatero como "gallego, en el sentido más peyorativo del término". Como política metió la pata hasta el fondo, debió haber previsto la que le iba a caer. Pero, eso aparte, no dijo nada particularmente ofensivo.
Nos guste o no, todas las palabras pueden resultar peyorativas, depende del uso que se haga de ellas y del tono en que se pronuncien. Todos entendemos lo que -en principio- se quiere decir cuando se califica a alguien de "muy catalán" (tacaño), o de "muy madrileño" (chulo y farruco), o de "muy andaluz" (vivales y dado a las triquiñuelas), o de "muy valenciano" (ostentoso y estridente), o de "muy aragonés" (terco).
Estas acepciones serán todo lo injustas que quieran, y podría desearse que no existieran en el futuro, pero aún persisten y no cabe borrarlas ni aún menos prohibirlas de un plumazo. No está en nuestra mano impedir que los demás nos vean como se les antoje, y eso es lo que los españoles de hoy no parecen comprender ni aceptar. Yo les recomiendo que lean el poema de Francisco Vighi "Regionalismo (Canción patriótica)", en el que ya en 1920 se burlaba a la vez de estos estereotipos y -ojo- de quienes se soliviantan por ellos. Que suelen ser quienes los mantienen vivos, dicho sea de paso.
(Javier Marías es escritor)