Adiós Pablo, amigo
Por Juan Frisuelos
El pasado verano fue la última vez que estuve en compañía de Pablo Pombo. Estaba ya seriamente afectado por la enfermedad que le ha alejado de la creatividad y le ha arrancado la vida. Pero seguía siendo el mismo personaje carismático y afable al que recuerdo desde hace años, desde que nos conocimos con mayor intimidad. La verdad es que debo admitir que fue muy fácil congeniar.
Tenía fama cuando conocí a Pablo de excéntrico –algunos decían que estaba de atar, pero en realidad lo estaban ellos-, y lo que le pasaba es que era un genio. Un genio cercano y buena gente, que adoraba a su pueblo, aunque muchos vecinos no siempre le hubiesen tratado como se merecía.
Tengo que confesar que desde que conocí al nieto de la Tía Brentila me pareció que estaba frente a uno de esos personajes del arte capaces de deslumbrar con la luz que emana de ellos. Como debió suceder con Picasso, o Miró o tantos otros de esos a los que Dios o la divina providencia dotan de la capacidad de crear cosas bellas.
La verdad es que siempre he pensado que el acto de crear del artista le acerca a la idea que tenemos de Dios. Porque nunca podrá ser igual imitar a éste o aquel, o copiar sus cuadros, que crearlos de la nada. Y los genios, los artistas como Pombo, crean de la nada.
Recuerdo también, siendo como soy poco aficionado a los christmas navideños, que la felicitación de Pablo, todos los años, era de las que no dejan indiferentes. Porque siempre había uno de esos Cristos o de esas imágenes rotundas, alargadas, en claro-oscuro, que dejan huella en el espíritu.
Pero sobre todo le recuerdo visitando a mi padre, aquejado del mismo mal que se ha llevado a Pablo a la tumba, y tratándole con gran respeto y mucho cariño. Llegaba como un actor de Hollywood, con su espectacular sombrero blanco, y sus melenas y barbas mecidas por el viento. Se sentaba al lado del enfermo incapaz de responderle, y le trataba como si fuese alguien de su propia familia. Así era Pablo.
Hace algo menos de un año, Joaquín, El Chispa, que era primo y muy querido de Pablo Pombo, me propuso que fuésemos juntos a verle. Íbamos con el temor de ver qué nos íbamos a encontrar en Móstoles, porque las noticias no eran nada halagüeñas ya entonces. Y viajaba con nosotros esa segunda madre de Pombo que ha sido su tía Nati.
Acompañado de la eterna compañera Olvido, de uno de sus hijos y rodeado de un inmenso cariño y de sus tremendas obras que le acompañaban desde las paredes, estaba Pablo y rezumaba cariño. Nos tomaba las manos, nos besaba y hasta quisimos creer que nos entendía todo lo que le decíamos. Fue una experiencia inolvidable.
No he dejado de repetir desde aquel día que no me hubiese perdonado no ir a verle y no pasar aquella tarde llena de cariño con Pablo. Aunque me costase unas lágrimas.
Olvido –gracias Olvido por ser como eres- me enseñó aquella tarde calurosa lo último que había pintado Pablo, que estaba en el piso de arriba. Estaba tan lleno de fuerza como todo lo que conocía. ¡Menudo legado dejó este gran artista antes de que la cruel enfermedad le dejase incapaz de empuñar sus pinceles!
A mi regreso recuerdo haber comentado con varias personas, alguna de ellas componente del consistorio, que Pablo pasaba una mala hora y que los homenajes se tributan en vida y no cuando aquellos a quienes van destinados se han marchado. Pensaba yo, y aún pienso, que a lo mejor un acto de cariño de su pueblo -¡no sé cuántas veces repitió el nombre de Escalona o el de su tío Romualdo en aquella tarde veraniega!- hubiesen tenido algún efecto terapéutico.
Pues bien, aquí estamos, con Pablo de cuerpo presente y sin que el consistorio, tan dado a festejos, se haya acordado de que se merecía un acto sencillo y cariñoso. Son ese tipo de actuaciones las que suelen emocionar a la gente, en vez de las milongas a las que los políticos, con frecuencia, nos tienen acostumbrados.
Recuerdo que era el propio Pablo quien en su día, sentados en una mesita de El Mirador, mano a mano, con sendos cafés y hablando de toros, que a los dos nos gustaban (Pablo hasta se vanagloriaba de haber dado unos muletazos), me comentó que Escalona era poco justa con sus hijos. Se refería él, un verdadero hombre de izquierda, a lo poco o más bien nada que Escalona y sus gobernantes habían hecho para agradecer a la memoria de Cabezudo lo mucho que hizo por su pueblo.
Fue precisamente Pombo quien me comentaba aquello de que eran legión los que iban a rendir pleitesía al hacendado escalonero, llamándole “señorito”, a la espera de recibir favores y dádivas. Y Don Felipe, que era buen tipo, según me ratificaba Pombo, hacía los favores y otorgaba las dádivas. Pero sabía quienes eran desinteresados y quiénes no.
Pablo Pombo no tenía una fortuna que legar, pero nunca le falló a los de su pueblo. Un año, le pidieron unos cuadros suyos para las Fiestas, y los cedió y colgó de las balconadas de la Plaza Mayor. Una tormenta veraniega se encargó de darles un sobo y luego tuvo que andar restaurándolos. “Ni siquiera me dieron las gracias”, decía riéndose, porque hasta en el hastío sacaba el mejor genio. Y si se los hubiesen pedido de nuevo, hubiese hecho lo mismo. Porque para Escalona Pombo no escatimaba el cariño.
Ahora nos le ha robado la Parca. Ya no le veremos más envuelto en su capa, con una enorme boina ladeada, como los grandes artistas del XIX. O enfundado en un traje de lino inmaculado, con su sombrero de ala ancha. Pero como amigo y admirador lo que espero es que se salga con la suya y consiga ver el auténtico rostro de Dios, ese por el que se atormentaba ante el lienzo. ¡Un fuerte abrazo Pablo! Mañana mismo pincho mis discos de Canto Gregoriano y de rancheras en tu honor. No sé si habrá un mariachi en el cementerio entonando el “Cucurrucucú Paloma”, como tu querías. Pero te prometo que lo voy a tararear por lo bajini. ¡Y verás como ahora que te has ido, te dan un homenaje!