martes, 23 de febrero de 2010

Editorial

Hace 29 años

Han pasado 29 años y parece una eternidad. Muchos que aún no han llegado a la treintena ni siquiera imaginan las horas de angustia que se vivieron un 23 de febrero de 1981, cuando un grupo de irresponsables y sediciosos se hicieron a tiros con la sede de la soberanía popular para intentar interrumpir el proceso democrático.
Sólo la presencia de ánimo y la calma con las que el Rey encaró aquel grave problema nos permiten hoy vivir en democracia, aunque por distintas razones no sea ésta de la calidad que todos deseamos.
Fue Don Juan Carlos quien salvó la situación, desautorizando a los sediciosos, que insinuaron actuar en nombre del Soberano, y organizando un gabinete de emergencia con los subsecretarios, habida cuenta de que el Gobierno de la nación estaba prisionero en el Congreso, apuntado por las metralletas de los insurrectos.
Un elogio especial merece la dignísima figura de figura de Adolfo Suárez –hoy minado por una terrible enfermedad-, por su valentía ante las pistolas de los golpistas.
Aunque sólo fuese por esas horas terribles y su firmeza, los españoles tendremos siempre una deuda de gratitud con nuestro Rey y deberíamos honrarle más a menudo.
Por eso resultan tanto más incomprensibles las vejaciones e insultos a su imagen que, de vez en cuando, presenciamos por culpa de grupos de indeseables. Las últimas, hace muy pocos días, en la final de la Copa de Baloncesto, que Don Juan Carlos aguantó con esa elegancia con la que representa la primera magistratura y que pocos se atreven a cuestionar.
El catalanismo ultra o el vasquismo desequilibrado que desahogan su frustración en la persona del Rey son las expresiones más evidentes del pudrimiento de unos ideales separatistas que no conducen a ninguna parte. En realidad, son la otra cara de la misma moneda de la que forma parte el fascismo asesino.
La España que superó el 23 de febrero bajo la tutela del Rey, es hoy una de las grandes naciones europeas, en vez de un país apestado y marginal, como sería si tuviese al frente a esa ultraderecha o ultraizquierda de las que hablamos. Y lo es porque aquel fracaso de lo que quedaba del franquismo más violento nos consagró como un país de fiar.
Las nuevas generaciones, que con ciertos comportamientos parecen dar síntomas de no haber comprendido los peligros que se ciernen sobre el camino democrático, deberían dedicar una reflexión en esta jornada para darse cuenta de lo distinto que sería su mundo si hubiesen triunfado Tejero, Milans y los otros sediciosos.
Y muchos politicastros que aún juegan con fuego por intereses oscuros, también deberían meditar sobre aquella fecha. La democracia, incluso sin ser la mejor, merece más la pena que cualquier rostro de la dictadura.