Malos hábitos
Lo sucedido esta semana en el barrio valenciano del Cabañal trae a la memoria de quienes pasan de los cincuenta comportamientos que pensábamos que habían pasado al olvido. Ha cambiado el color del uniforme de los represores, pero no el estilo y menos aún la mentalidad de quienes les dan órdenes.
Es cierto que muchos de quienes protestaban contra los derribos de viviendas de esa zona no eran siquiera residentes en ellas y además podían ser eso que se viene denominando “individuos anti sistema”. Pero ni esa circunstancia justifica la brutalidad de la carga policial que mostraba las elocuentes imágenes de televisión.
Si resulta difícil de digerir o asimilar que las piquetas actúen contra las viviendas de personas humildes, muchas de ellas perfectamente homologables con los criterios que señalan qué es y qué no es una infravivienda, lo que no es de recibo es que alguien pueda ordenar a la policía aporrear a quienes están pacíficamente sentados para protestar por algo.
Como mínimo esos comportamientos deberían ser razón para que sea destituido sin más miramientos el delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana. Porque de otro modo, el Gobierno español –el de Rodríguez Zapatero- será cómplice de una represión desmedida contra gentes pacíficas que se sientan para tratar de evitar lo que consideran un atropello.
Pero no debería correr mejor suerte la alcaldesa “pepera” valenciana que ordenó los derribos y los palos. Rita Barberá hace bueno con este comportamiento el juicio de quienes sostienen que es un residuo del franquismo en estado puro.
En una España que clama contra su clase política por tantos motivos –desde la corrupción hasta la incompetencia-, personajes como esta Barberá, amiga de la cachiporra, están de más. Porque demuestra que Valencia es para ella su finca privada, en la que puede mandar que se golpee sañudamente a quienes a ella le molestan o contradicen.
Si los políticos deberían ser un ejemplo en el que se miren los ciudadanos (lo cual resulta cada vez más una desiderata o una entelequia) ¿de qué diablos da ejemplo esa mujer de habla varonil y populismo trasnochado? ¿De su capacidad para ordenar una carga a palos contra gente humilde a la que van a echar la casa a tierra?
Hace tiempo que los políticos, con cada vez más contadas excepciones, exhiben ante la ciudadanía lo peor que alberga el corazón humano. Y la decepción es mayor para quienes creen en el sistema democrático y el código de valores que contiene. O que debería contener.
Porque son ellos, los políticos, quienes se otorgan copiosos salarios con cargo al erario público mientras exprimen como a limones los bolsillos de los ciudadanos y si se descuidan les muelen a palos. No nos olvidemos de que las porras con las que se golpea a la gente las pagamos los ciudadanos, pero también el sueldo de los policías y de quienes les mandan. Se trata, de esa manera, de unos empleados que no dudan en maltratar a quienes les pagan.
Pero la culpa es mayor de quienes reciben el encargo ciudadano de velar por sus derechos y en lugar de eso se abrogan la potestad de conculcarlos (ya no quedan muchos métodos de hacerlo sin experimentar). Y por si fuera poco, se despachan a gusto con los más humildes. Son estos malos hábitos, impropios de un sistema que se dice de libertades.