El pacto imposible
El debate de ayer en el Congreso sobre la situación de la economía confirmó, por si alguna duda había, que no hay posibilidad de un pacto político anticrisis entre el Gobierno y el Partido Popular (PP). El presidente del Gobierno anunció la creación de una comisión, encabezada por la vicepresidenta Elena Salgado, y formada por los ministros de Fomento e Industria, José Blanco y Miguel Sebastián, encargada de sondear un amplio consenso político sobre cuatro iniciativas económicas: fomentar la creación de empleo, reducción del gasto público, políticas para cambiar el patrón de crecimiento y reforma financiera. La respuesta de Mariano Rajoy no sólo fue intempestiva, puesto que condicionó cualquier pacto a que el Gobierno aplique la política económica del PP, sino que convirtió un debate económico en una llamada a sustituir al presidente.
Y fue inoportuna porque, en plena vorágine recesiva, no es juicioso proponer un cambio en la dirección económica; y lo es todavía menos sugerir que sean los propios diputados del PSOE los que descabalguen a Zapatero de la presidencia del Gobierno. Si Rajoy cree que debe gobernar, como repite con insistencia, el camino mejor es que presente una moción de censura. Su réplica ("si tuviera los votos, lo haría") es una perogrullada; desde la oposición, los votos se tienen cuando se ganan convenciendo al resto de los partidos de las virtudes del programa propio.
Mal que bien, Zapatero describió ayer lo que puede ser una política económica aceptable. Los estímulos públicos a la actividad económica se mantendrán y no se recortarán las ayudas sociales. Lo que importa es que definió correctamente las tareas prioritarias para recuperar la solvencia de las finanzas públicas: plan de austeridad, reforma financiera, reforma del mercado de trabajo y apelación a la Comisión del Pacto de Toledo para que se pronuncie sobre la reforma de las pensiones. Pero estos propósitos no están por encima de toda sospecha. Resulta poco creíble un recorte del gasto de 50.000 millones en cuatro años sin el apoyo activo de las autonomías; y la reforma financiera, largamente prometida, está congelada. También es cierto que un pacto con el PP aumentaría las probabilidades de éxito del recorte del gasto y de la reforma de las cajas. Pronto se comprobará si está dispuesto a poner "toda la carne en el asador", porque se dio plazos para cumplir con los deberes: dos meses para cerrar un pacto anticrisis y finales de junio para articular las grandes reformas. Pero si Zapatero insiste en fiarlo todo a un consenso y sigue enredándose en cuestiones de procedimiento, los mercados interpretarán que sus planes, aceptados por los inversores, son de nuevo un juego de manos sin salida.
La respuesta de Rajoy careció de tacto político y abundó en el tremendismo retórico que encandila en la bancada popular. Cuando lo que está en cuestión es la imagen de solvencia de la economía española, es un contrasentido exigir "que se deje sin efecto la subida de impuestos"; ningún Gobierno se ataría a ese compromiso, porque el esfuerzo de consolidación quizá exija nuevas subidas fiscales. El atronador discurso de Rajoy, sostenido en estribillos de poco calado ("España es un país serio, su presidente no lo es"), parece haber entendido mal la naturaleza de un pacto político contra la crisis. No se trata de que la oposición gobierne, sino de que apoye las decisiones del Gobierno (que es el que dirige la política económica) en aquellas materias que afectan a la imagen de España ante los inversores internacionales.
El debate de ayer dio una imagen confusa de la política económica que no ayuda a recuperar la confianza exterior: un Gobierno poco firme que busca apoyos políticos para la tarea del ajuste fiscal y financiero y un PP destemplado que se descalificó un poco más como opción de gobierno.
(Editorial leído en El País de 18-2-2010)