domingo, 23 de agosto de 2009

Tribuna Libre

El Cielo de los Perros

Por J. Frisuelos
Muchas veces me he preguntando a dónde, a qué cielo van los perros después de dejarnos generalmente desconsolados, como cuando mueren los parientes más queridos. La verdad es que ellos para algunos de nosotros forman parte del grupo de parientes más queridos. No son “como de la familia”, sino “de la familia”. Sin el “como”.
Su pérdida nos deja en el mayor desconsuelo, aunque tanta gente alrededor nuestro no lo comprenda. “Es sólo un animal”, dicen quienes actúan como auténticos animales de dos piernas y parecen tener reservados los sentimientos exclusivamente para los de su especie. Pero en realidad es que ni siquiera los reservan para ellos. Su actitud es meramente declamatoria y dan a la razón a Lord Byron cuando se despachó con aquello de que, “cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.
No tengo claro, nunca lo he tenido, que haya un cielo y un infierno que no sean otra cosa que este mundo en el que vivimos. Pero si fuera cierto que más allá –al otro lado del arcoíris, como dicen los anglosajones-, en un lugar que no imaginamos, hay un cielo, un paraíso o una gloria, estoy seguro de que se trata de un sitio lleno de perros. No podría ser de otra manera, porque esos nobles animales con los que convivimos, son la mejor gente con la que topamos a diario.
Son sinceros, auténticos, nobles, amables, leales, generosos, sacrificados… podría seguir sumando adjetivos y creo que siempre me quedarían unos cuantos en el olvido. Ellos nunca harían a sus familias –nunca me ha gustado la palabra dueños- las atrocidades que algunas de esas familias les obsequian a ellos. Por ejemplo la del abandono. O peor aún, la de los malos tratos de cualquier género.
Tienen mucha culpa de que no seamos justos con nuestros canes los credos religiosos. Pongamos por caso el islam, por el cerrilismo de considerarles animales impuros (¿qué coños será la pureza si no es esa autenticidad de nuestros amigos de cuatro patas?). Pero claro, todo tiene una causa. Cuentan que un perro mordió a Mahoma y por eso se convirtió ese animal en carente de pureza.
No vamos a entrar a valorar la personalidad de ese que llaman el Enviado e ideó un movimiento religiosa basado en la sumisión, pero seguro que algo debió hacer para incomodar a nuestro humilde héroe de cuatro patas, porque los perros tienen un sentido especial –del que nosotros carecemos- para detectar a los malnacidos y a aquellos de los que es mejor ponerse a buen recaudo. O para echarles los dientes si les tocan mucho las narices (o el hocico, en su caso).
En cambio, el Profeta llevaba un gatito en los pliegues de la manga de su chilaba y por esa causa a ese felino doméstico no se le ponen trabas en el mundo musulmán. El asunto no merece más comentarios. Los hechos hablan por sí mismos. ¿No es cierto?
Por culpa de esa “impureza”, hace años, la esposa de un amigo diplomático descubrió que la servidumbre en una legación española en un país musulmán daba patadas a la pareja de “yorkies” de aquella señora cuando no les veían, y por eso aparecían cubiertos de misteriosas heridas. Daban pruebas de lo que el veneno de una religión puede hacer en la mente humana.
Pero no es mucho mejor la actitud del cristianismo, y de modo particular de la iglesia Católica. No es que declaren impuros o intocables a los perros. No. El problema es más bien de contradicción y de falta de sentido común. Por un lado, ese credo ha elevado a los altares a algunos personajes que se entendieron bien con los animales y particularmente con los perros.
Ahí están el egipcio San Antonio Abad –nuestro San Antón-, fundador del movimiento eremítico y en muy buenas relaciones con cuervos y jabalíes. O San Francisco de Asís, que nos enseño a considerar nuestros hermanos a todos los animales, incluso a un lobo en Gubbio. O el propio San Roque, aquel generoso francés ayudado a comer y curar sus heridas por un can de mirada limpia.
En cambio, esa misma iglesia tan aficionada a los dogmas -¡qué terribles son todos los dogmatismos!-, proclama que sólo los humanos, elegidos de Dios, tienen derecho a ese equipamiento de serie que se supone que es el alma. Y creo que tamaño disparate sólo puede nacer en la cerrada mente de alguien que no ha convivido jamás con una mascota. Como sucede con quienes les niegan la capacidad de experimentar emociones o de entender a sus amos..
¡Qué sabrán esos ignorantes de almas y de emociones!
¡Qué bien les conocía en cambio Lord Byron! El poeta, en un admirable gesto escribió lo que sigue para el epitafio de su perdido amigo cánido:
Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos”.
¿Cómo no había de amar más a su perro después de conocer a los hombres con alma pero desalmados, capaces de devorarse sin razón y de sentir los más bajos instintos?
Debieran enterarse de una vez esos jueces de lo que ignoran que son nuestros animales cercanos -y seguramente los perros los más cercanos de todos-, quienes nos ayudan a reaccionar ante la inhumanidad creciente de nuestra sociedad tan humana. Son ellos quienes nos enseñan humildad, entrega, cariño, generosidad y otras muchas virtudes. Por ellos somos –no lo dude nadie- mucho más humanos, en el sentido de que tenemos mayor humanidad.
No imagino cómo será, si es que lo hay, el cielo de los perros. Pero seguramente, si no es el mismo de los seres humanos con quienes conviven, es que se trata de un lugar mucho mejor. Tanto, que si los perros no van al cielo, yo deseo ir al lugar al que ellos vayan a parar después de esta vida. Porque a buen seguro es allí donde voy a encontrar a todos mis seres queridos. Gracias a Dios he nacido, he crecido y formo parte de una familia de amigos y amantes de los animales. ¡Y a mucha honra!
Pero antes de marcharme junto a ellos, déjenme decir que detesto a quienes abandonan a sus perros, los maltratan o los desprecian. Hombre y perro llevan conviviendo 15.000 años, en los que el can ha demostrado ser el animal que más labores sociales presta para el primero.
Hoy en día, los perros nos ayudan como lazarillos de ciego, como rescatadores en terremotos y otras tragedias, nos ayudan a encontrar los explosivos que la ceguera asesina coloca en cualquier sitio y hasta sabemos de las propiedades terapéuticas de convivir con ellos.
Pero en nuestro comportamiento con frecuencia olvidamos sus propias emociones, sus miedos, su sufrimiento y hasta su necesidad inmensa de afecto. A menudo nos limitamos a recibir de ellos, sin corresponderles con lo mismo que ellos nos obsequian. La excusa es siempre la misma: “¡Sólo es un perro!”
Ellos jamás dirían “¡Es sólo un hombre!”
En su inagotable generosidad, darían la vida por nosotros, sus familias, a riesgo de comprometer las suyas. Una vez que se instalan dentro de una familia, que desde ese momento se convierte en su manada, se esfuerzan para ser uno más dentro de ella y hacer todo lo posible para merecerlo. ¿Haríamos nosotros otro tanto si nos acogiera una manada de perros?
Tengo para mí que además, los perros, nuestros fieles amigos, son como una especie de ángeles con los que convivimos en este mundo. Si no lo son, se aproximan mucho a la idea que uno tiene de esos protectores a los que pintan con alas y vestidos de blanco. Yo creo que más bien tienen pellejo y caminan a cuatro patas.
Recuerdo que una vez, teniendo a mi perro en brazos –entonces un cachorrillo- aguardaba a unos familiares a la puerta de la Catedral de Toledo cuando se me acercaron unas turistas inglesas y me preguntaron por qué no entraba al interior con mi fiel amigo. La respuesta me brotó del alma. “Ahí no dejan entrar a los ángeles”, les dije.
En cambio, es preciso recordar que son centenares las iglesias y parroquias que tienen una imagen de San Roque con su perro. Y que en muchos pasos procesionales de la Semana Santa aparece la imagen de un can ¿No es eso una incongruencia?
De momento, como decía, a mí que me hagan sitio en el cielo de los perros. Que nadie dude de que allí es donde estaré en la mejor compañía.