Marañón y la tercera España
Por M. González
Madrid.- Hace 50 años que murió quien fue no sólo un genio de la medicina sino uno de los últimos grandes humanistas de España, liberal en el auténtico sentido de la palabra.
Nadie lo decía pero la mayoría lo sabía muy bien: más allá de las facciones roja y azul, las omnipresentes por exceso y por defecto, había una tercera España liberal, sensata y cultivada, tal vez la “mayoría silenciosa” que habían formulado los norteamericanos por entonces. En tiempos de Franco esa mayoría tenía que hacer su vida con discreción para ser tolerada por los capitostes del régimen. El beligerante bando marxista, oculto aunque presente, la tildaba de “pequeña burguesía” a la que había que destruir. Era muy difícil, en los años 50 ó 60, sustraerse a la condescendencia o menosprecio de quienes incendiaron el país en nombre de sacrosantas causas que derivaban de la dictadura del miedo. A Miguel Delibes le costó años de trifulcas y su salida como director del Norte de Castilla de Valladolid. A Madariaga, el exilio perpetuo. A Ortega y Gasset su ostracismo. A Manuel Azaña la propia República, arrebatada entre el afán revolucionario marxista y la reacción militarista ultracatólica. Era la tercera España: gentes ilustradas, reacias a las cadenas, equidistantes entre los hunos y los hotros que decía Unamuno, pensadores por sí mismos y, por definición, tolerantes ante lo distinto. Una brillante generación de intelectuales que se modeló en un ambiente que tan pronto acogía a María Zambrano como al torero Belmonte, a Cajal como a Gómez de la Serna. Paul Preston ha sido el último que acuñó el término de tercera España como sobrio monumento para dar, a tanto ilustre y millones de anónimos, merecida sepultura histórica.Pero no todos los frutos de la espléndida generación del 14 se agostaron en la pira fratricida y su rescoldo. Gregorio Marañón, insigne médico humanista, liberal confeso e intelectual comprometido con la causa de la libertad, consiguió mantener vivas sus ilusiones y no acabar como mártir inútil. Hizo de la necesidad virtud y superó las adversidades con el coraje de los seres excepcionalmente dotados. El hombre que en su juventud no se arredró ante la dictadura de Primo de Rivera, supo esquivar con inteligencia las peores andanadas y seguir el cauce de su vida entre los márgenes hirsutos que le marcó la geografía de la Historia. Así pudo hacer lo que le dictaba su idealismo y la razón práctica: ejercer la medicina y su docencia, investigar, escribir ensayos históricos y estudios psicosomáticos, respirar el aroma de su cigarral, contemplar el ocaso sobre los tejados de Toledo. Y latir con España en su mismo pálpito. Pues ese amor patrio, lejos de consignas y monsergas, fue el pasaporte de su independencia intocable, además de sujeto de estudio y razón vital.Contemplando el vídeo de su vida, nos damos cuenta de que inmenso es un adjetivo que le cuadra. Entre la épica de su biografía y la proximidad de sus objetos cotidianos, comprendemos los muchos frentes que atendió. Se quiere desvelar la naturaleza de la sonrisa ancha que fue rúbrica de su carácter y la conclusión evidente es su amor por lo humano, algo que parece una perogrullada pero que en el caso de don Gregorio fue una militancia radical que llevó a la conducta cotidiana. Eran famosas sus consultas clínicas en las que se sentaba en un sofá con los pacientes y escuchaba con paciencia. “Lo opuesto a Jiménez Díaz”, decían con sorna los afortunados que iban a la consulta de las dos eminencias. Fue esa convicción liberal, de escucha, respeto y preocupación por los demás, la que le hizo arrastrar a Alfonso XIII hasta Las Hurdes para que, a lomos de una mula, pudiera ver los estragos del paludismo y el bocio perpetuos en el último albañal de España. La monarquía alfonsina le desilusionó cuando el rey no tuvo empacho en apoyar el golpe de Miguel Primo de Rivera. Las veleidades totalitarias del directorio, con su falta de libertades y la vuelta a la mentalidad absolutista, le hicieron comprender que la nación no podía dejar el Gobierno último en manos de una Corona arbitraria a la que cualquiera de los poderes fácticos pudiera seducir. Entonces apoyó la creación de una República laica y democrática, responsable ante el pueblo soberano y guardiana de sus inalienables derechos.Durante la dictablanda del general Berenguer y el Gobierno Aznar de 1930 la crisis política se agudizó. Llegaba la hora de los intelectuales: Azaña, Alcalá-Zamora, en política; Madariaga, Ortega, Pérez de Ayala, desde sus tribunas públicas. Estos dos últimos formaron con Marañón un triunvirato que lideró la Agrupación de Apoyo a la República, a la que luego se adhirió Antonio Machado. Buscaban el renacer patrio soñado por los liberales del XIX: libertad de prensa, cátedra, asociación y reunión, sufragio universal, federalismo estatal, lucha contra el caciquismo, abrirse al mundo, dar a la ciencia la importancia merecida, respeto a la dignidad de cada cual, justicia equitativa... Cuando el 14 de abril de 1931 las urnas dieron el vuelco a la situación, Marañón ofreció su domicilio de la calle Serrano para que se encontraran el conde de Romanones y Alcalá-Zamora, en nombre de los dos bloques políticos en liza. No es que pretendiera ninguna autoridad (sino que la tenía) ni pidió nada para sí. En aquel encuentro se fraguó el tránsito pacífico de régimen y el respeto a la integridad de la familia real. Pero aquellas dos Españas civilizadas y dialogantes que propiciaron la transición a la II República, cuya limpieza asombró al mundo, fueron suplantadas por los extremos que cinco años después se enzarzaron a muerte.Marañón salió diputado y protestó por la quema de conventos, pero en el año 32 ya se dio cuenta de que la República “no era eso”. La Agrupación se disolvió y mientras la fractura seguía abriéndose, él siguió dedicado en cuerpo y alma a la medicina y la escritura. En febrero de 1936 el Frente Popular engulló lo que quedaba de república parlamentaria. Tras el golpe de julio de Mola y Franco, el bloque marxista quiso aprovechar el clima de guerra para hacer la revolución e instalar la dictadura del proletariado. Marañón vivió angustiado los meses de agosto y septiembre con los sucesos de la Modelo y otras cárceles, de las que salían muchos amigos para ser fusilados en una cuneta. Él mismo fue interrogado en una checa y esta brutal experiencia le hizo abandonar la capital con su familia en diciembre de 1936. Se instaló en París y allí pudo seguir escribiendo y ejerciendo la medicina gracias a su enorme prestigio. Volvió en el 42 a instancias de Serrano Súñer, al que había ayudado a escapar de la clínica España y que exigió su vuelta en el Consejo de Ministros, a pesar de las amenazas del general Varela que llegó a decir que “si entraba en España, él mismo le pegaría un tiro”.Reconstruyó su cigarral toledano, destrozado por la barbarie. Aún conservaba su campechanía y entusiasmo, no como el apagado Ortega o algún amargado del exilio dorado tipo Sánchez Albornoz. Siguió pasando consulta como catedrático y dando conferencias sin bajar la cerviz. Escribió ensayos sobre sexualidad muy avanzados para la época, estudios de fisiología de la personalidad. Se atrevió con los arquetipos históricos, al modo de Jung y en la estela literaria de Shakespeare: Tiberio o el rencor; Enrique IV de Castilla o la impotencia de la voluntad; Antonio Pérez, la deslealtad; Amiel, la timidez; Don Juan o la virilidad nociva y equívoca o El Conde-duque de Olivares como ejemplo del afán de poder que suple las propias carencias.Tan inmenso como ensayista o médico, también lo fue por su capacidad de tender puentes, por su entrega y resistencia. Recuerdo unos versos suyos, tal vez no geniales desde la preceptiva lírica, pero sí perfectos como receta vital: “Vivir no es sólo existir / sino existir y crear, / saber gozar y sufrir / y no dormir sin soñar. / Descansar, es empezar a morir”.
Por M. González
Madrid.- Hace 50 años que murió quien fue no sólo un genio de la medicina sino uno de los últimos grandes humanistas de España, liberal en el auténtico sentido de la palabra.
Nadie lo decía pero la mayoría lo sabía muy bien: más allá de las facciones roja y azul, las omnipresentes por exceso y por defecto, había una tercera España liberal, sensata y cultivada, tal vez la “mayoría silenciosa” que habían formulado los norteamericanos por entonces. En tiempos de Franco esa mayoría tenía que hacer su vida con discreción para ser tolerada por los capitostes del régimen. El beligerante bando marxista, oculto aunque presente, la tildaba de “pequeña burguesía” a la que había que destruir. Era muy difícil, en los años 50 ó 60, sustraerse a la condescendencia o menosprecio de quienes incendiaron el país en nombre de sacrosantas causas que derivaban de la dictadura del miedo. A Miguel Delibes le costó años de trifulcas y su salida como director del Norte de Castilla de Valladolid. A Madariaga, el exilio perpetuo. A Ortega y Gasset su ostracismo. A Manuel Azaña la propia República, arrebatada entre el afán revolucionario marxista y la reacción militarista ultracatólica. Era la tercera España: gentes ilustradas, reacias a las cadenas, equidistantes entre los hunos y los hotros que decía Unamuno, pensadores por sí mismos y, por definición, tolerantes ante lo distinto. Una brillante generación de intelectuales que se modeló en un ambiente que tan pronto acogía a María Zambrano como al torero Belmonte, a Cajal como a Gómez de la Serna. Paul Preston ha sido el último que acuñó el término de tercera España como sobrio monumento para dar, a tanto ilustre y millones de anónimos, merecida sepultura histórica.Pero no todos los frutos de la espléndida generación del 14 se agostaron en la pira fratricida y su rescoldo. Gregorio Marañón, insigne médico humanista, liberal confeso e intelectual comprometido con la causa de la libertad, consiguió mantener vivas sus ilusiones y no acabar como mártir inútil. Hizo de la necesidad virtud y superó las adversidades con el coraje de los seres excepcionalmente dotados. El hombre que en su juventud no se arredró ante la dictadura de Primo de Rivera, supo esquivar con inteligencia las peores andanadas y seguir el cauce de su vida entre los márgenes hirsutos que le marcó la geografía de la Historia. Así pudo hacer lo que le dictaba su idealismo y la razón práctica: ejercer la medicina y su docencia, investigar, escribir ensayos históricos y estudios psicosomáticos, respirar el aroma de su cigarral, contemplar el ocaso sobre los tejados de Toledo. Y latir con España en su mismo pálpito. Pues ese amor patrio, lejos de consignas y monsergas, fue el pasaporte de su independencia intocable, además de sujeto de estudio y razón vital.Contemplando el vídeo de su vida, nos damos cuenta de que inmenso es un adjetivo que le cuadra. Entre la épica de su biografía y la proximidad de sus objetos cotidianos, comprendemos los muchos frentes que atendió. Se quiere desvelar la naturaleza de la sonrisa ancha que fue rúbrica de su carácter y la conclusión evidente es su amor por lo humano, algo que parece una perogrullada pero que en el caso de don Gregorio fue una militancia radical que llevó a la conducta cotidiana. Eran famosas sus consultas clínicas en las que se sentaba en un sofá con los pacientes y escuchaba con paciencia. “Lo opuesto a Jiménez Díaz”, decían con sorna los afortunados que iban a la consulta de las dos eminencias. Fue esa convicción liberal, de escucha, respeto y preocupación por los demás, la que le hizo arrastrar a Alfonso XIII hasta Las Hurdes para que, a lomos de una mula, pudiera ver los estragos del paludismo y el bocio perpetuos en el último albañal de España. La monarquía alfonsina le desilusionó cuando el rey no tuvo empacho en apoyar el golpe de Miguel Primo de Rivera. Las veleidades totalitarias del directorio, con su falta de libertades y la vuelta a la mentalidad absolutista, le hicieron comprender que la nación no podía dejar el Gobierno último en manos de una Corona arbitraria a la que cualquiera de los poderes fácticos pudiera seducir. Entonces apoyó la creación de una República laica y democrática, responsable ante el pueblo soberano y guardiana de sus inalienables derechos.Durante la dictablanda del general Berenguer y el Gobierno Aznar de 1930 la crisis política se agudizó. Llegaba la hora de los intelectuales: Azaña, Alcalá-Zamora, en política; Madariaga, Ortega, Pérez de Ayala, desde sus tribunas públicas. Estos dos últimos formaron con Marañón un triunvirato que lideró la Agrupación de Apoyo a la República, a la que luego se adhirió Antonio Machado. Buscaban el renacer patrio soñado por los liberales del XIX: libertad de prensa, cátedra, asociación y reunión, sufragio universal, federalismo estatal, lucha contra el caciquismo, abrirse al mundo, dar a la ciencia la importancia merecida, respeto a la dignidad de cada cual, justicia equitativa... Cuando el 14 de abril de 1931 las urnas dieron el vuelco a la situación, Marañón ofreció su domicilio de la calle Serrano para que se encontraran el conde de Romanones y Alcalá-Zamora, en nombre de los dos bloques políticos en liza. No es que pretendiera ninguna autoridad (sino que la tenía) ni pidió nada para sí. En aquel encuentro se fraguó el tránsito pacífico de régimen y el respeto a la integridad de la familia real. Pero aquellas dos Españas civilizadas y dialogantes que propiciaron la transición a la II República, cuya limpieza asombró al mundo, fueron suplantadas por los extremos que cinco años después se enzarzaron a muerte.Marañón salió diputado y protestó por la quema de conventos, pero en el año 32 ya se dio cuenta de que la República “no era eso”. La Agrupación se disolvió y mientras la fractura seguía abriéndose, él siguió dedicado en cuerpo y alma a la medicina y la escritura. En febrero de 1936 el Frente Popular engulló lo que quedaba de república parlamentaria. Tras el golpe de julio de Mola y Franco, el bloque marxista quiso aprovechar el clima de guerra para hacer la revolución e instalar la dictadura del proletariado. Marañón vivió angustiado los meses de agosto y septiembre con los sucesos de la Modelo y otras cárceles, de las que salían muchos amigos para ser fusilados en una cuneta. Él mismo fue interrogado en una checa y esta brutal experiencia le hizo abandonar la capital con su familia en diciembre de 1936. Se instaló en París y allí pudo seguir escribiendo y ejerciendo la medicina gracias a su enorme prestigio. Volvió en el 42 a instancias de Serrano Súñer, al que había ayudado a escapar de la clínica España y que exigió su vuelta en el Consejo de Ministros, a pesar de las amenazas del general Varela que llegó a decir que “si entraba en España, él mismo le pegaría un tiro”.Reconstruyó su cigarral toledano, destrozado por la barbarie. Aún conservaba su campechanía y entusiasmo, no como el apagado Ortega o algún amargado del exilio dorado tipo Sánchez Albornoz. Siguió pasando consulta como catedrático y dando conferencias sin bajar la cerviz. Escribió ensayos sobre sexualidad muy avanzados para la época, estudios de fisiología de la personalidad. Se atrevió con los arquetipos históricos, al modo de Jung y en la estela literaria de Shakespeare: Tiberio o el rencor; Enrique IV de Castilla o la impotencia de la voluntad; Antonio Pérez, la deslealtad; Amiel, la timidez; Don Juan o la virilidad nociva y equívoca o El Conde-duque de Olivares como ejemplo del afán de poder que suple las propias carencias.Tan inmenso como ensayista o médico, también lo fue por su capacidad de tender puentes, por su entrega y resistencia. Recuerdo unos versos suyos, tal vez no geniales desde la preceptiva lírica, pero sí perfectos como receta vital: “Vivir no es sólo existir / sino existir y crear, / saber gozar y sufrir / y no dormir sin soñar. / Descansar, es empezar a morir”.