Lo que nos hace admirables
Por Jorge Dezcallar
En el mundo se admiran algunas cosas de España, pero no nuestra política. No de ahora sino, en general, desde siempre: desde que la expulsión de los judíos nos privó de una clase empresarial de primer orden, pasando por la política de bancarrotas imperiales de Felipe II, la nefasta Inquisición castradora del pensamiento y culpable de atrasos seculares, la ceguera autosatisfecha del XVIII, el ombliguismo cainita y provinciano del siglo XIX y el enfrentamiento de media España con la otra media en nuestra terrible Guerra Civil, la verdad es que tenemos una historia llena de heroicidades mal rentabilizadas por nuestros dirigentes. Y lo que podía unirnos en el orgullo, la incorporación de América a la Historia, no es compartido en toda la Península. No hay muchas razones para envidiarnos y, en consecuencia, no nos envidia nadie que yo conozca. Hasta aquí, todo normal.
No ocurre lo mismo en otros campos, donde hay de todo: en pintura podemos presumir de campeones mundiales desde que Velázquez pintó el aire, hasta los fondos marinos de la cúpula de Barceló, pasando por Goya, Picasso y Dalí. No es fácil igualar esta alineación. El mundo respeta y aprende la lengua que utilizó Cervantes al contar la historia de un soñador en un libro que los anglosajones, amantes de estadísticas, colocan en el número uno mundial. No tenemos un Mozart ni un Beethoven y tampoco nacieron aquí Kant o Hegel y es que, como decía Salvador de Madariaga, los españoles somos gente de pasión más que de reflexión y ahí están los sanfermines o El Rocío para probarlo.
La frontera de la innovación científica queda lejos de la piel de toro, como muestra el dato de que entre 1990 y 2010 en Estados Unidos hayan producido 120 premios Nobel. En cambio, tenemos buenos cocineros y deportistas, que siempre sube la moral.
El resultado final muestra desde el exterior un país de fuerte personalidad con una identidad muy definida, que puede gustar o no, pero que nunca deja indiferente. También se nos percibe con más capacidad de iniciativa y más peso en el ámbito internacional de los que nosotros mismos nos concedemos, algo que probablemente refleja inercias históricas que ya es hora de superar.
Pero hay una excepción a eso de que la política se nos da mal: la Transición española desde la dictadura del general Franco hasta la democracia actual, con todas sus imperfecciones. Ha sido una forma de hacer política que ha inspirado el Rey, que se ha plasmado en la Constitución y que ha producido una democracia construida por gentes como Suárez, González, Carrillo y otros 40 millones de españoles, que ha despertado admiración sin límites fuera de nuestras fronteras.
Un periodo al servicio de una idea de España amplia, variada y acogedora donde se ha hecho política pensando en el otro, renunciando a los sueños en aras de lo posible, buscando siempre terrenos de entendimiento que evitaran la confrontación. ¿Exigió sacrificios? Pues claro que los exigió y uno de ellos, el más importante, fue renunciar a ajustar las cuentas de la Guerra Civil -sin que amnistía significara amnesia-, algo en lo que los hombres y mujeres de 1975 fueron capaces de mayor generosidad y altura de miras que muchos de los que llenan las páginas de los periódicos 35 años más tarde. Precisamente la memoria de los que entonces murieron debería servirnos de acicate para unir y no para dividir, para construir país y no para destruirlo, para mirar al futuro y no por el retrovisor. Los escasos nostálgicos del franquismo saben que se les ha pasado el arroz y a los que idealizan la República hay que recordarles que fue una ilusión frustrada que acabó como sabemos.
Por eso quiero defender no la memoria sino la esencia de esa Transición política que nos ha hecho vivir los mejores años de nuestra historia colectiva de los últimos cinco siglos -y no exagero- sin imponer, sin recriminar ni olvidar, con tolerancia y respeto, haciendo del pacto un arte y de la reconciliación un objetivo, tratando de entender la postura del otro y buscando siempre terrenos de entendimiento por encima del estrecho interés de cada día.
Podríamos empezar respetando todos -y no sólo de boquilla- la Constitución que regula y garantiza nuestra convivencia, continuar por respetar las instituciones que nos hemos dado y dejar que los muertos -todos- sean enterrados con dignidad porque todos son nuestros, y finalizar arrimando juntos el hombro para sacar al país de la crisis en la que estamos, que es descomunal. Tampoco vendría mal sacar de la discusión diaria temas como la estructura territorial del Estado o la política antiterrorista.
Y ya puestos a pedir, habría que aprovechar la oportunidad que se nos ofrece para hacer de una vez un acuerdo que garantice la estabilidad educativa que desde hace años demandan nuestros hijos.
Sería una bonita forma tanto de mantener vivo el espíritu de esa Transición que el mundo admira como de honrar a la generación de españoles que la hizo posible. Y de ayudarnos a nosotros mismos en estos momentos.
Por Jorge Dezcallar
En el mundo se admiran algunas cosas de España, pero no nuestra política. No de ahora sino, en general, desde siempre: desde que la expulsión de los judíos nos privó de una clase empresarial de primer orden, pasando por la política de bancarrotas imperiales de Felipe II, la nefasta Inquisición castradora del pensamiento y culpable de atrasos seculares, la ceguera autosatisfecha del XVIII, el ombliguismo cainita y provinciano del siglo XIX y el enfrentamiento de media España con la otra media en nuestra terrible Guerra Civil, la verdad es que tenemos una historia llena de heroicidades mal rentabilizadas por nuestros dirigentes. Y lo que podía unirnos en el orgullo, la incorporación de América a la Historia, no es compartido en toda la Península. No hay muchas razones para envidiarnos y, en consecuencia, no nos envidia nadie que yo conozca. Hasta aquí, todo normal.
No ocurre lo mismo en otros campos, donde hay de todo: en pintura podemos presumir de campeones mundiales desde que Velázquez pintó el aire, hasta los fondos marinos de la cúpula de Barceló, pasando por Goya, Picasso y Dalí. No es fácil igualar esta alineación. El mundo respeta y aprende la lengua que utilizó Cervantes al contar la historia de un soñador en un libro que los anglosajones, amantes de estadísticas, colocan en el número uno mundial. No tenemos un Mozart ni un Beethoven y tampoco nacieron aquí Kant o Hegel y es que, como decía Salvador de Madariaga, los españoles somos gente de pasión más que de reflexión y ahí están los sanfermines o El Rocío para probarlo.
La frontera de la innovación científica queda lejos de la piel de toro, como muestra el dato de que entre 1990 y 2010 en Estados Unidos hayan producido 120 premios Nobel. En cambio, tenemos buenos cocineros y deportistas, que siempre sube la moral.
El resultado final muestra desde el exterior un país de fuerte personalidad con una identidad muy definida, que puede gustar o no, pero que nunca deja indiferente. También se nos percibe con más capacidad de iniciativa y más peso en el ámbito internacional de los que nosotros mismos nos concedemos, algo que probablemente refleja inercias históricas que ya es hora de superar.
Pero hay una excepción a eso de que la política se nos da mal: la Transición española desde la dictadura del general Franco hasta la democracia actual, con todas sus imperfecciones. Ha sido una forma de hacer política que ha inspirado el Rey, que se ha plasmado en la Constitución y que ha producido una democracia construida por gentes como Suárez, González, Carrillo y otros 40 millones de españoles, que ha despertado admiración sin límites fuera de nuestras fronteras.
Un periodo al servicio de una idea de España amplia, variada y acogedora donde se ha hecho política pensando en el otro, renunciando a los sueños en aras de lo posible, buscando siempre terrenos de entendimiento que evitaran la confrontación. ¿Exigió sacrificios? Pues claro que los exigió y uno de ellos, el más importante, fue renunciar a ajustar las cuentas de la Guerra Civil -sin que amnistía significara amnesia-, algo en lo que los hombres y mujeres de 1975 fueron capaces de mayor generosidad y altura de miras que muchos de los que llenan las páginas de los periódicos 35 años más tarde. Precisamente la memoria de los que entonces murieron debería servirnos de acicate para unir y no para dividir, para construir país y no para destruirlo, para mirar al futuro y no por el retrovisor. Los escasos nostálgicos del franquismo saben que se les ha pasado el arroz y a los que idealizan la República hay que recordarles que fue una ilusión frustrada que acabó como sabemos.
Por eso quiero defender no la memoria sino la esencia de esa Transición política que nos ha hecho vivir los mejores años de nuestra historia colectiva de los últimos cinco siglos -y no exagero- sin imponer, sin recriminar ni olvidar, con tolerancia y respeto, haciendo del pacto un arte y de la reconciliación un objetivo, tratando de entender la postura del otro y buscando siempre terrenos de entendimiento por encima del estrecho interés de cada día.
Podríamos empezar respetando todos -y no sólo de boquilla- la Constitución que regula y garantiza nuestra convivencia, continuar por respetar las instituciones que nos hemos dado y dejar que los muertos -todos- sean enterrados con dignidad porque todos son nuestros, y finalizar arrimando juntos el hombro para sacar al país de la crisis en la que estamos, que es descomunal. Tampoco vendría mal sacar de la discusión diaria temas como la estructura territorial del Estado o la política antiterrorista.
Y ya puestos a pedir, habría que aprovechar la oportunidad que se nos ofrece para hacer de una vez un acuerdo que garantice la estabilidad educativa que desde hace años demandan nuestros hijos.
Sería una bonita forma tanto de mantener vivo el espíritu de esa Transición que el mundo admira como de honrar a la generación de españoles que la hizo posible. Y de ayudarnos a nosotros mismos en estos momentos.
(Jorge Dezcallar es diplomático y embajador de España en EEUU).