Diagnóstico de las violencias
Por Gregorio Peces Barba
Sólo es justa la violencia racionalizada que monopoliza la fuerza legítima del poder político democrático que es además proporcionada y moderada. Las demás violencias, incluido el monopolio de la fuerza en otras formas de poder político no democrático no son legítimas. Son rechazables, denunciables y condenables.
Desde la opinión pública, desde los medios de comunicación, desde las instancias internacionales y desde los poderes democráticos hay que estar alerta, publicar las denuncias de las violencias y combatirlas sin descanso. Las fuentes intelectuales, y los motores de todas esas formas de violencia se impulsan desde el fanatismo, el realismo y el fatalismo.
Son la expresión de mentalidades cerradas, de sociedades herméticas que sólo creen en su verdad y se consideran poseedoras de la única respuesta correcta. Generan conflicto y violencia, desde una perspectiva excesiva y patológica de una concepción del bien o de una filosofía comprensiva. Desde la concepción del bien, y el mejor ejemplo es la Iglesia católica institucional en países como España, se trata de convertir a la ética de sus creyentes en la ética pública y común de todos los ciudadanos.
Cuando se trata de una filosofía comprensiva incompatible como el fascismo o el comunismo es pretender convertir a sus ideas en únicas y exclusivas de todos los ciudadanos como militantes de sus excesos, identificando militantes y creyentes e impidiendo la libertad de conciencia.
Desde este punto de vista es incomprensible y fuera de toda razón que un magistrado del Tribunal Supremo legitime a gente de ese cariz para impulsar una acusación contra un juez, criticable como todos, pero que ha hecho servicios impagables de justicia al país.
Esa tendencia a la benevolencia frente a esos sectores intransigentes y de imposible pedigree democrático escandaliza y llama la atención. Que jueces se pongan del lado de los infractores, de los delincuentes, y de las ideologías violentas y cuyos antecesores produjeron daños y crímenes durante la guerra y durante "la paz" posterior y persigan a quienes les combaten, e incluso les aconsejan para que mejore la calidad de su acusación francamente llama poderosamente la atención y genera sentimientos de estupor, de desprecio y de rechazo. No parece que la filosofía del odio y del enemigo sustancial pueda ser guía para impartir justicia. Es más bien expresión de sentimientos reprobables e inconfesables. Es también un brote de violencia, aunque se encubra con fórmulas de justicia.
Entre las violencias existe una pluralidad multiforme y omnipresente que abarca niveles individuales, familiares, entre grupos sociales, en las relaciones entre ideologías políticas y entre Estados, con la peor de todas que es la guerra. Puede ser violencia brutal, violencia insidiosa, oculta, racionalizada, planificada, consentida y justificada. También puede consistir en un no hacer, en una pasividad culpable de silencio, de contemplar indulgentemente violencia de corrupción y de daños sociales irreparables.
A veces esos tibios como Rajoy hacen más daño que los autores materiales de violencias directas. La violencia brutal es la del terrorismo, la de la tortura, la de la guerra y la que se ejerce frente a seres más débiles como mujeres, niños y ancianos.
Entre los hechos más odiosos están el holocausto de millares de judíos que no podemos olvidar como decía Paul Èluard: "Si l'echo de leur voix faiblit nous perirons" (si el eco de su voz se debilita pereceremos). Todos olvidamos, incluidos los que sufrieron en su raza aquel crimen. Es un sarcasmo que ahora utilicen también la violencia brutal contra otro pueblo indefenso. Es verdad que su crimen, no justifica tampoco la respuesta criminal de algunas minorías palestinas. Quizás sea una maldad y una raíz de violencia que está en nuestra propia condición.
En España tenemos nuestro holocausto propio que fue la Guerra Civil originada por un levantamiento militar que encabezó Franco contra el Gobierno constitucional de la República. Fue un compendio de crueldad, de injusticia, de mezquindad, con comportamientos heroicos, altruistas y de grandeza.
Los ganadores vieron compensado su sufrimiento y quienes les dañaron criminalmente fueron castigados. Los perdedores no fueron compensados por las injusticias sufridas y recibieron represión y muerte acabada la guerra. Muchos fueron condenados por un delito, auxilio a la rebelión, que se aplicó con efectos retroactivos, burlándose de todos los principios penales civilizados y la transición para ser posible no reparó esa injusticia.
No se comprende que la derecha no acepte la recuperación de la memoria histórica que sólo quiere paliar aquella brutal represión devolviendo la inocencia y la dignidad a aquellas personas. Cuando acabó la guerra no empezó la paz, sino que continuó el intento de destruir a las ideologías perdedoras, acabando con sus portadores.
La prescripción y la muerte de los responsables reduce la justicia y, deberá, sobre todo enterrar dignamente a los miles de muertos que aún yacen en las cunetas y en los campos y declarar la nulidad de aquellos juicios sumarísimos con leyes penales aplicadas retroactivamente y de las demás ejecuciones sin juicio.
La violencia insidiosa y oculta es la que padecen los pobres, los analfabetos, los extranjeros y los demás oprimidos. Es también la violencia de la mentira institucionalizada en algunos medios, esas técnicas de envilecimiento de que hablaba Gabriel Marcel.
No podemos tampoco olvidar la violencia de la clasificación de las personas y la personificación de las cosas, ni la idea de la persona como un lugar para el consumo expresión de la alineación opulenta que Marx no pudo prever. Es la situación de la persona que se convierte en propiedad de sus propiedades y pierde toda su humanidad.
Hay que rechazar también la violencia intelectual, la guerra de los sistemas, las interpretaciones excluyentes, la arrogancia de los poderosos y la agresión de los dogmatismos golpeando con sus verdades aplastantes. La violencia colectiva, propia de sociedades cerradas y excluyentes se utiliza y aplica para crear y fijar la conciencia y la identidad del grupo en defensa de su identidad racial, nacional o religiosa. Pretende destruir al enemigo, con el que no cabe ningún acuerdo. Ejemplos son el genocidio, la persecución de los heterodoxos, el exilio, la deportación o los campos de exterminio.
Frente a esas miles de realidades, la democracia ofrece el consentimiento como origen del poder, la separación de poderes, el gobierno de las leyes, el respeto a las mayorías y a las minorías y el sufragio universal, el reconocimiento de los derechos y una educación para la ciudadanía que integra el respeto y la tolerancia como formas de convivencia en paz y libertad.
Sólo caben esas recetas para combatir las violencias a través del Derecho. Hay que seguir la línea recta y no caben atajos en esas tareas.
Sólo es justa la violencia racionalizada que monopoliza la fuerza legítima del poder político democrático que es además proporcionada y moderada. Las demás violencias, incluido el monopolio de la fuerza en otras formas de poder político no democrático no son legítimas. Son rechazables, denunciables y condenables.
Desde la opinión pública, desde los medios de comunicación, desde las instancias internacionales y desde los poderes democráticos hay que estar alerta, publicar las denuncias de las violencias y combatirlas sin descanso. Las fuentes intelectuales, y los motores de todas esas formas de violencia se impulsan desde el fanatismo, el realismo y el fatalismo.
Son la expresión de mentalidades cerradas, de sociedades herméticas que sólo creen en su verdad y se consideran poseedoras de la única respuesta correcta. Generan conflicto y violencia, desde una perspectiva excesiva y patológica de una concepción del bien o de una filosofía comprensiva. Desde la concepción del bien, y el mejor ejemplo es la Iglesia católica institucional en países como España, se trata de convertir a la ética de sus creyentes en la ética pública y común de todos los ciudadanos.
Cuando se trata de una filosofía comprensiva incompatible como el fascismo o el comunismo es pretender convertir a sus ideas en únicas y exclusivas de todos los ciudadanos como militantes de sus excesos, identificando militantes y creyentes e impidiendo la libertad de conciencia.
Desde este punto de vista es incomprensible y fuera de toda razón que un magistrado del Tribunal Supremo legitime a gente de ese cariz para impulsar una acusación contra un juez, criticable como todos, pero que ha hecho servicios impagables de justicia al país.
Esa tendencia a la benevolencia frente a esos sectores intransigentes y de imposible pedigree democrático escandaliza y llama la atención. Que jueces se pongan del lado de los infractores, de los delincuentes, y de las ideologías violentas y cuyos antecesores produjeron daños y crímenes durante la guerra y durante "la paz" posterior y persigan a quienes les combaten, e incluso les aconsejan para que mejore la calidad de su acusación francamente llama poderosamente la atención y genera sentimientos de estupor, de desprecio y de rechazo. No parece que la filosofía del odio y del enemigo sustancial pueda ser guía para impartir justicia. Es más bien expresión de sentimientos reprobables e inconfesables. Es también un brote de violencia, aunque se encubra con fórmulas de justicia.
Entre las violencias existe una pluralidad multiforme y omnipresente que abarca niveles individuales, familiares, entre grupos sociales, en las relaciones entre ideologías políticas y entre Estados, con la peor de todas que es la guerra. Puede ser violencia brutal, violencia insidiosa, oculta, racionalizada, planificada, consentida y justificada. También puede consistir en un no hacer, en una pasividad culpable de silencio, de contemplar indulgentemente violencia de corrupción y de daños sociales irreparables.
A veces esos tibios como Rajoy hacen más daño que los autores materiales de violencias directas. La violencia brutal es la del terrorismo, la de la tortura, la de la guerra y la que se ejerce frente a seres más débiles como mujeres, niños y ancianos.
Entre los hechos más odiosos están el holocausto de millares de judíos que no podemos olvidar como decía Paul Èluard: "Si l'echo de leur voix faiblit nous perirons" (si el eco de su voz se debilita pereceremos). Todos olvidamos, incluidos los que sufrieron en su raza aquel crimen. Es un sarcasmo que ahora utilicen también la violencia brutal contra otro pueblo indefenso. Es verdad que su crimen, no justifica tampoco la respuesta criminal de algunas minorías palestinas. Quizás sea una maldad y una raíz de violencia que está en nuestra propia condición.
En España tenemos nuestro holocausto propio que fue la Guerra Civil originada por un levantamiento militar que encabezó Franco contra el Gobierno constitucional de la República. Fue un compendio de crueldad, de injusticia, de mezquindad, con comportamientos heroicos, altruistas y de grandeza.
Los ganadores vieron compensado su sufrimiento y quienes les dañaron criminalmente fueron castigados. Los perdedores no fueron compensados por las injusticias sufridas y recibieron represión y muerte acabada la guerra. Muchos fueron condenados por un delito, auxilio a la rebelión, que se aplicó con efectos retroactivos, burlándose de todos los principios penales civilizados y la transición para ser posible no reparó esa injusticia.
No se comprende que la derecha no acepte la recuperación de la memoria histórica que sólo quiere paliar aquella brutal represión devolviendo la inocencia y la dignidad a aquellas personas. Cuando acabó la guerra no empezó la paz, sino que continuó el intento de destruir a las ideologías perdedoras, acabando con sus portadores.
La prescripción y la muerte de los responsables reduce la justicia y, deberá, sobre todo enterrar dignamente a los miles de muertos que aún yacen en las cunetas y en los campos y declarar la nulidad de aquellos juicios sumarísimos con leyes penales aplicadas retroactivamente y de las demás ejecuciones sin juicio.
La violencia insidiosa y oculta es la que padecen los pobres, los analfabetos, los extranjeros y los demás oprimidos. Es también la violencia de la mentira institucionalizada en algunos medios, esas técnicas de envilecimiento de que hablaba Gabriel Marcel.
No podemos tampoco olvidar la violencia de la clasificación de las personas y la personificación de las cosas, ni la idea de la persona como un lugar para el consumo expresión de la alineación opulenta que Marx no pudo prever. Es la situación de la persona que se convierte en propiedad de sus propiedades y pierde toda su humanidad.
Hay que rechazar también la violencia intelectual, la guerra de los sistemas, las interpretaciones excluyentes, la arrogancia de los poderosos y la agresión de los dogmatismos golpeando con sus verdades aplastantes. La violencia colectiva, propia de sociedades cerradas y excluyentes se utiliza y aplica para crear y fijar la conciencia y la identidad del grupo en defensa de su identidad racial, nacional o religiosa. Pretende destruir al enemigo, con el que no cabe ningún acuerdo. Ejemplos son el genocidio, la persecución de los heterodoxos, el exilio, la deportación o los campos de exterminio.
Frente a esas miles de realidades, la democracia ofrece el consentimiento como origen del poder, la separación de poderes, el gobierno de las leyes, el respeto a las mayorías y a las minorías y el sufragio universal, el reconocimiento de los derechos y una educación para la ciudadanía que integra el respeto y la tolerancia como formas de convivencia en paz y libertad.
Sólo caben esas recetas para combatir las violencias a través del Derecho. Hay que seguir la línea recta y no caben atajos en esas tareas.
(Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid, ex presidente de las Cortes y ponente constitucional)