Lluvia de ranas y no de príncipes
Cada vez es más frecuente que personas, personajes y personajillos defrauden las simpatías y admiración que deposita en ellos la gente cuando se descubren sus verdades. Pasa en la política, en las finanzas y en casi todos los ámbitos de la actividad.
En las últimas fechas nos hemos llevado una de esas sorpresas chuscas con la colombiana Ingrid Betancourt, aquella delgadísima dama, liberada tras un largo y penoso cautiverio a manos de los terroristas de su país –del que se han tapado los detalles más escabrosos-, que fue candidata a la presidencia de su patria y ahora se ha caído del pedestal al reclamar ni más ni menos que pasta.
Betancourt, que disfruta de una sólida posición económica familiar y que ha vivido toda su vida como una princesa, pide a Colombia la friolera de unos 6 millones de euros por los supuestos fallos en las medidas de protección. En vez de poner su prestigio al servicio de la causa de la paz o de la liberación de quienes siguen cautivos de los terroristas de las FARC, pide dinero, vil metal.
Y con esa cutrez inesperada va a conseguir más que nada ganarse la antipatía de muchos de los que la admiraron por su aparente fortaleza escondida tras una apariencia de fragilidad. Tanto que a muchos puede parecerles inmerecido el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, que ahora pudiese resultar que se concedió con demasiadas prisas.
Pero no tantas como las prisas que debieron mover a los preclaros políticos catalanes para elegir al “macro chatarrero” José Mestre, director de la terminal de carga de Barcelona, a la hora de ser distinguido por José Montilla como empresario modelo, y al que ahora ha detenido la policía por ser miembro de una red de tráfico de cocaína a gran escala. ¡Menudo modelo, Sr. Montilla!
¡Cuánta visión demuestran quienes propusieron a estos personajes, sobre todo el segundo, para premios o distinciones! Resulta que entre los premiados más que gente normal, nos encontramos cada vez con mayor frecuencia con gentecilla y hasta gentuza. Y la ejemplaridad que debería distinguir a muchos personajes deja demasiado que desear.
Porque quienes deberían ser espejos en los que se mire la sociedad, acaban por convertirse en cristales deformantes, que nos muestran los lados más tristes y poco edificantes de nuestro mundo. O el lado oscuro de la fuerza.
Y de ese modo, si Bentencourt ha exhibido una codicia poco ejemplar, el mencionado Mestre, públicamente loado por el inefable Montilla, ha resultado un delincuente poco más o menos como los del clan de los Charlines. Y es que casi nunca llueven príncipes de cuento y en cambio si que caen en abundancia las ranas y, peor aún, los sapos. Y al sufrido ciudadano no le queda más que engullir los viscosos batracios.