sábado, 16 de octubre de 2010

Tribuna Libre

Lleno de luz y de magia
Por Álvaro de Luna
Tengo la sensación de que Manolo está aquí, a mi lado, y que aún puedo hablar con él. Hemos compartido tantos y tantos momentos... Recuerdo la primera imagen como si fuera ayer. Corría el año 1943, yo aún era un niño. Cerca de donde vivía, en la calle de Alcalá, frente a la estatua de El Espartero, había un restaurante frecuentado por artistas. Se llama Casa Domingo. Por aquellas calendas había más niños que coches por las calles. Y nos quedamos mirando hacia aquel bar. Había dos señores sentados en el velador. Pregunté a los otros chavales: ¿quiénes son? «El pelirrojo es uno que hace reír y el bajito, su amigo». Eran Fernando Fernán-Gómez y Manuel Alexandre. Aquella imagen permanece grabada en mi retina: cómo iban vestidos, cómo estaban sentados... Tenía entonces nueve años. Pero no lo conocí hasta los veintitantos, antes de irme a Italia. Compartimos tertulias inolvidables en el Café Gijón. Coincidió con el pase de la Juventud Creadora, dirigida por el gran poeta Pepe García Nieto, a lo que luego se denominó la Tertulia de los Actores, donde Manolo era el decano.
Hace un año que ya no asistía, pero antes iba a buscarlo a su casa y se apuntaba encantado. Las tertulias tenían un momento artístico, en el que se hablaba de la última película o teatro, de la comedia de Alfonso Paso o de un estreno de Fernán-Gómez. Después charlábamos de lo divino y de lo humano. Manolo hablaba de los temas que más le preocupaban, como el hambre de los niños; de libros, pues era un lector infatigable que devoraba todo lo que caía en sus manos; de amores... De joven era muy coqueto y enamoradizo, aunque eso se lo guardaba más para él. Recuerdo su comentario: lo que más me gusta en esta vida son el marisco y las mujeres. Le encantaban las comidas populares, como los caracoles; menos gracia le hacían esas cosas de joyas y caviares que salían en las películas.
Otra de sus aficiones eran los toros, incluso me hizo ir varias veces. Era un gran entendido. Con el dramaturgo Pedro Beltrán discutía horas sobre la verónica y el natural. Era muy partidario de Enrique Ponce, al que consideraba un fino del arte. No le gustaban los tremendistas que le hacían pasar miedo, aunque los respetaba profundamente. De hecho, me confesó que la cobardía le había «retirado» del toreo, pero que a él le hubiese gustado ser torero. Toreaba de salón delante del espejo. Es más, ya en el hospital, me pedía que le pusiera alguna corrida en la tele.
También hablábamos de la última exposición de pintura, de las corrientes europeas, de los escritores del momento, del premio Café Gijón. Aquellas tertulias son irrepetibles, como aquellos tiempos. No hay que olvidar que la irrupción de la televisión rompió esos viejos arquetipos de actores que vivieron una época muy difícil. Manolo consiguió ser un actor genial, espléndido, lleno de luz y de magia. Me gusta todo lo que hizo, porque sublimó la interpretación como en esa última «¿Y tú quién eres?», con una ternura y unas escenas increíbles.
Su carácter se ve en esta anécdota: un día le preguntaron en la tertulia a qué aspiraba. Y contestó: «A poder comer en un restaurante y volver a casa en taxi». Cuando el límite de una figura es ése, es porque se es muy grande. No pensaba en grandes automóviles, helicópteros o mansiones. Vivía de manera muy modesta. Y tenía un sentido justiciero de la vida, decía que no entendía por qué las cosas eran así, en asuntos como la pobreza. Rebosaba humanidad, respeto y bondad.
Los últimos tres años de vida de Fernando Fernán-Gómez, a quien conocí a través de Manolo, estuvimos muy juntos. Nos íbamos a casa de Fernando. Más que hablar, yo escuchaba: lo que representó su época, las penurias de aquellos actores, la mala suerte de que no te cogiesen para una función de teatro, la radio, los doblajes...
Se agolpan tantas y tantas vivencias... Han sido muchos años. Mi mujer y mis hijas están destrozadas. Lo considerábamos nuestro padre, nuestro abuelo. Era una bellísima persona, capaz de reconocer sus aciertos y desaciertos; como amigo, pura maravilla. Tenía un aire costumbrista y parecía un madrileño trotamundos. Como maestro, ha sido un sabio, un investigador de la voz y del movimiento. Y una de las personas más cultas que he conocido. Parte de lo qué sé, por no decir el setenta por ciento, lo he aprendido de Manolo Alexandre. Sin él, yo no sería quien soy. Siempre he dicho que prefiero un amigo elegido a una familia heredada: Manolo fue elegido. Una auténtica joya, de luminosidad única.

(Álvaro de Luna es actor)