sábado, 16 de octubre de 2010

Editorial

La Fiesta Nacional y los abucheos

A estas alturas, negar que el pueblo es soberano y tiene derecho a expresar más o menos serenamente el descontento, es una soberana mamarrachada. O síntoma de algo peor: de una grave carencia de cultura democrática.
Pero no es menos cierto que hay situaciones en que el buen gusto y el respeto (conceptos caídos en desuso por causa de unas pésimas políticas educativas y de una abdicación del principio de autoridad) aconsejan guardar silencio y aplazar esas vehementes manifestaciones de desaprobación para momentos menos inoportunos.
Uno de esas situaciones se vivió el pasado 12 de octubre con motivo de la Fiesta Nacional. Grupos de personas expresaron su desaprobación con pitadas y abucheos al Gobierno y a su Presidente en los actos militares de la Fiesta Nacional presididos en Madrid por los Reyes.
Si estaban organizados o no esos gestos de descontento es lo de menos. Lo que importa es que demostraron gravísimas faltas de respeto a quienes no lo merecían: los Reyes, las Fuerzas Armadas –y de modo singular las bajas sufridas en misiones de paz o frente al terrorismo- y la Bandera.
Pero con todo, lo que se precisa no es la ridícula idea de regular con un “protocolo” los actos de este tipo para que Rodríguez Zapatero no escuche signos de descontento. Lo que se necesita más bien es una política educativa que explique a muchos españoles lo que es un elemental comportamiento cívico en cualquier nación de nuestro entorno. Empezando por los niños y jóvenes y siguiendo con sus papás y mamás.
Primero y sobre todo hay que enseñar que los símbolos son de todos, y entre ellos están el Rey, las Fuerzas Armadas y la Bandera. Y por eso merecen respeto. Y quien no esté dispuesto a demostrar tal respeto, debe ser castigado y repudiado por quienes se enorgullecen de formar parte de la Nación Española (y no de unas comunidades convertidas en pequeñas taifas).
Ahora bien, hay quien desde las instituciones anda minimizando la importancia que tienen estas cosas que son de todos (salvo cuando les afectan a ellos). Por ejemplo, restando gravedad a los abucheos al Rey, la quema de sus retratos, o la de la bandera de TODOS.
En aras de una supuesta tolerancia –que no es otra cosa que permisividad- se pasan por alto numerosos ultrajes al patrimonio común y a los símbolos de la Patria, palabra que no es del gusto de quienes fomentan el separatismo y quienes les ríen las gracias. Pues bien, de esos polvos nacen estos lodos.
Particularmente, a quienes hacemos este periódico digital nos disgustan los voceríos, los abucheos y las caceroladas.
El ruido, venga de donde venga, no es más que expresión de chulería y de falta de respeto al prójimo. Por eso, en los lugares bien conducidos se tiene cuidado en reprender y castigar al que rompe la paz auditiva del vecindario.
En El Correo de Escalona somos partidarios del civismo y de encauzar la crítica hacia un terreno en el que es más eficaz. Las urnas, que no le quepa duda a nadie, son el terreno en el que se debe premiar o castigar el mal gobierno. Y no nos parece que desgañitarse en un desfile militar, faltando al respeto de militares vivos o muertos, al del Rey y a la Bandera, sean el terreno adecuado.
Como demócratas –quedan ya pocos que no defiendan la democracia como sistema preferido para el bien de la Nación- pensamos que hay varias citas electorales en el horizonte en las que habrá que pasarle las cuentas a quienes no llevan adecuadamente las riendas de nuestra Patria, desde el Presidente del Gobierno al último concejal.
Es bien sabido que desde hace ya muchos meses, los políticos –nuestra inefable clase política con contadas excepciones- se han hecho merecedores del desprecio y la desaprobación de buena parte de la ciudadanía, según indican machaconamente las encuestas. Lo de los abucheos de Madrid tiene más que ver con ese sentimiento que con una campaña orquestada maliciosamente. Y negarlo es, una vez más, síntoma de ceguera de esos políticos convertidos en problema en vez de en solución.
Porque si los partidos políticos se empeñan en ser otra cosa que máquinas de poder, estarán cada vez más alejadas de la gente, y se harán cada vez más acreedoras a la crítica callada o al sonoro abucheo. Hoy por hoy, nuestra política se asemeja más a una “partitocracia”, en la que llevan la voz cantante los “aparatchki”, que en un sistema de representación cercana a los ciudadanos y sus verdaderos problemas.
Porque en virtud de esas prácticas, los políticos hacen más lo que les viene en gana que lo que la gente espera de ellos.
Y lo peor es que esos aparatos de partido no consiguen –o acaso ni siquiera lo intentan- atajar los escándalos de todo género, y en especial los de corrupción. Ese es el auténtico cáncer que mina nuestro sistema, y no los más o menos desagradables silbidos de la Fiesta Nacional. Pero para ese mal no hay quien proponga unos “protocolos”.