Más austeridad y menos impuestos o fraude
Nuestros políticos, los de todas las tendencias, parecen no conocer otros remedios para equilibrar las finanzas públicas que darle juego a la maquina de fabricar billetes o subir los impuestos a los ciudadanos.
En la cercana Madrid, en estos días, el alcalde conservador Ruiz Gallardón se ha liado la manta la cabeza para aplicar un impuesto de recogida de basuras con más finalidad recaudatoria que otra cosa, porque, como se preguntan muchos, si las basuras se vienen recogiendo desde siempre, a qué viene ahora subir una barbaridad las tasas municipales a no ser para trincar más pasta.
Seguramente es de ese modo como pretende Gallardón sufragar una parte de los faraónicos planes que tiene en marcha para ver si convencen a quienes haya que convencer de que la capital de España es un buen sitio para celebrar unos juegos olímpicos. Pero claro, eso no se hace cuando los ciudadanos viven uno de sus peores momentos por causa de la crisis.
Con ese tipo de impuestos y los que se le puedan ocurrir al mismo caballero lo único que se logra es dificultar la supervivencia ante la crisis a unos ciudadanos a los que no se ofrecen soluciones y que no ven salida al desastre en el que nos han metido unos y otros.
Pero es que lo mismo sucede en el caso del Gobierno de la nación y de muchas otras administraciones. En cuanto las arcas públicas comienzan a vaciarse, no se les ocurre nada mejor que subir impuestos a los ciudadanos, y de ese modo contribuyen a agravar la crisis de las economías domésticas y, lo que acaso sea peor, a reducir el consumo, que es lo que deberían tratar de reactivar. Y encima con el descaro de decirnos ahora que subir impuestos es progresista, cuando poco antes sostenían lo contrario. Lo progresista no es subirlos o bajarlos, sino hacer que paguen muchos que no lo hacen.
Además, lo que no vemos es el mínimo gesto de austeridad. Pero no austeridad de boquilla, sino auténtica. Hasta la fecha, que sepamos, ninguno de nuestros gobernantes (ni oposición, ni gobierno) ha eliminado o suprimido los gastos suntuarios. Ni han renunciado a prebendas o dispendios que, puede que sean aceptables en tiempos de bonanza, pero resultan insultantes en época de vacas flacas.
Claro está, hay gastos que no se pueden reducir. Incluso es probable que debieran aumentarse. Por ejemplo el dinero que consagramos a la seguridad y el orden público. O el que se emplea para enseñanza e investigación. Incluso el que se refiere a la adecuada atención sanitaria de los ciudadanos (ojo, porque ahí también se pueden hacer ahorros si se controla mejor el uso de los bienes puestos a disposición de los profesionales).
Pero hay otros muchos que son susceptibles de recorte. Lo son desde la cúpula del Estado al más humilde rincón de nuestra administración. Y además, por si fuera poco, ese tipo de políticas de recorte del gasto público resultan muy gratificantes de observar para aquellos que sufren lo peor de la crisis. Por ejemplo los desempleados que perciben subsidios de menor cuantía, o las pensiones más bajas, en especial las de viudedad.
Hay una función moralizante y ejemplarizante a la que están renunciando con demasiada facilidad nuestros gobernantes. Todos aquellos políticos que no demuestran ser el ejemplo en el que se pueden mirar los ciudadanos, sean oposición o gobierno, merecen pasar cuanto antes al baúl de la historia. Así de simple.
Además, hay un modo recaudador del que casi nadie en España quiere jamás acordarse. Un mejor control del fraude fiscal. Sí, sí. Este es el país del “con IVA o sin IVA”. Y quienes optan al pagar cualquier chapuza o arreglo por la segunda fórmula, deberían comprender que no es que se ahorren dinero, es que lo detraen del fondo común con el que se pagan tantísimas cosas. O sea, que se ahorran ahora, y luego acaban pagando más.
También ahí tienen las autoridades, de arriba abajo en la escala de importancia, mucho que decir y sobre todo que hacer. Un mejor control del cumplimiento de las obligaciones fiscales de determinados ciudadanos, que se buscan cualquier pretexto para no contribuir a la causa común, merecen no sólo desaprobación verbal, sino castigo.
El Estado tiene o debería tener suficientes instrumentos para atajar esas prácticas impropias de países de progreso o progresistas. Ese es otro de los grandes cánceres que hace metástasis a diario en nuestra patria. Es propio de naciones tercermundistas pero no de las democracias europeas con las que pretendemos igualarnos.
Hace años, un español asombrado por el hecho de que en Bélgica todas las carreteras –no sólo las calles- estuviesen iluminadas con farolas y la televisión pública (cuatro cadenas en total) careciesen de la molesta publicidad, lo comentó con un compatriota emigrado a trabajar en aquel país. Y de dónde sale el dinero para pagar todo esto, preguntó. La respuesta fue contundente: De los impuestos. Aquí todo el mundo paga y nadie acepta que le cobren en negro (sin IVA).
Por supuesto, como en tantas otras cosas, hay una responsabilidad grande de los órganos del Estado –incluidos los ayuntamientos y las administraciones regionales- en hacer cumplir esas obligaciones que forman parte del principio de solidaridad entre españoles. Pero nadie debe olvidar que somos los propios ciudadanos los primeros que deberíamos cumplir con esas obligaciones y denunciar a quienes no lo hacen. Y si nos preguntan por el “con” o el “sin”, la respuesta debería ser siempre: “CON”. Y a mucha honra.