lunes, 9 de noviembre de 2009

Editorial

¿País de propietarios o de proletarios?

Los informes de organismos dependientes del gobierno o de entidades financieras vienen dejando clara desde hace tiempo una situación que muchos anunciaron y nadie parecía querer ver: es ingente el número de casas deshabitadas en España en general y en cada pueblo en particular, por causa de esa fiebre contagiosa que hemos padecido: la del ladrillo.
Por si alguien puede pensar que este es un país donde todo el mundo es dueño de una segunda residencia, al estilo de los “cottage” ingleses, es preciso dejar claro que la mayor parte de esas viviendas deshabitadas, y con perspectiva de pasar así aún mucho tiempo, están situadas en áreas urbanas. Son, que nadie se engañe, los restos del naufragio de la construcción, o si se prefiere de la explosión de la burbuja inmobiliaria.
El ladrillo en su época dorada fue un equivalente carpetovetónico de la fiebre del oro. Pensaron muchos promotores y gobernantes –al final muchos de ellos han ido de la mano en todo ese disparate- que las legiones de inmigrantes iban a comprar miríadas de viviendas en España e incluso de segundas residencias. Y es cierto que algunos así lo han hecho, al amparo de los créditos basura sin garantías ni garantes.
Son bastantes de ellos los que, a fecha de hoy, han perdido la propiedad, que ahora bancos y entidades se afanan en liquidar como pueden. Lo malo es que quedan por ahí algunos empeñados en reflotar lo “irreflotable” (perdonen el palabro). Ha habido quien pensaba que cada ciudadano iba a ser dueño de siete u ocho viviendas por cabeza. Y así estamos ahora.
Los pisos vacíos y sin expectativa alguna de venta se cifran en centenares de miles (o ocaso de millones) en toda España. Cada localidad, incluso las más pequeñas, tienen su parte. Y se da la paradoja de que ahora lo que falta es gente para ocuparlas y sobre todo dinero para comprarlas. ¿Qué hacer ahora con esa ingente cantidad de suelo construido merced a recalificaciones, promociones y lucubraciones?¿Y qué hacer con las viviendas adquiridas por tantos como inversión, que ahora no son más que una rémora para sus economías familiares? Durante unos cuantos años, fundamentalmente entre 2000 y 2008, cuando ya se veía la que iba a caer, hubo mucho sinvergüenza en España animando a la gente a jugar a un Monopoly a escala real.Firmemente convencidos de que ese negocio piramidal nunca dejaría de rendir beneficio, los apostantes del casino inmobiliario jugaron durante años a una peculiar ruleta del hormigón capaz de ofrecer premios de hasta el 100 ó el 200 por cien de lo invertido. Pero como suele suceder en el juego, la avaricia de los jugadores acabó por hacer saltar la banca, cuyos daños deben pagar ahora con sus impuestos todos los contribuyentes: tanto los que apostaron y se lucraron del negocio como los que no. Y en esa operación se entierran decenas de miles de millones de euros que serían mucho más provechosas para instaurar en España un nuevo modelo económico de crecimiento. Como recordatorio de esa penosa época aún quedan por el paisaje sembradas, como silenciosos monumentos al desastre, centenares de grúas.
El castillo de naipes del ladrillo no es culpa de derechas o izquierdas. Lo es de todos, porque unos y otros lo han fomentado y sobre todo se han puesto las botas con él. Miren alrededor y verán cuántos son.
Pero su mayor culpa es la de conducir por esa avaricia a un país poco boyante al borde de la ruina. Cifrando la prosperidad a la construcción y, a diferencia de otras naciones, descuidando la auténtica actividad productiva fundada en la industria, la tecnología y el conocimiento, nos han dejado a todos con el culo al aire.
Alguien ha escrito con gran sensatez que España basó durante los últimos años su economía en una ficción contable: la de vendernos unos a otros casas que los bancos financiaban alegremente sin importar gran cosa que las pudiéramos pagar o no. Ahora nos duele la cabeza por la resaca de esa fiesta. No se sabe bien si somos hoy en día un país de propietarios o más bien de proletarios.